Viernes, 26 de Julio 2024

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Narcoletras

Por: Antonio Ortuño

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La captura del Chapo Guzmán, como las del resto de los grandes bandoleros de la historia, terminará en película y canción. Y también, seguro que sí, en novela. La llamada “narcoliteratura” ha sido objeto de añejos debates en el medio cultural nacional. Algunos la comparan con la novela de la Revolución, es decir, sostienen que los escritos sobre los narcos y su entorno han documentado y reflejado las historias  de un periodo histórico crucial en el país; otros, menos entusiastas, la han equiparado con las películas “de explotación”, esos bodrios de serie B filmados para alimentar públicos impacientes con temas tan disparejos como tribus urbanas, zombies, amor entre personas del mismo sexo o uso de drogas, con un tufo exhibicionista y vagamente condenatorio, como de feria de fenómenos (“el 90%  de la narconovela es mugrero”, dice un furibundo Eduardo Antonio Parra).
Más allá de estos y otros desacuerdos al respecto, lo evidente es que el narcotráfico es un tema obligado para las letras nacionales, al menos desde un punto de vista sociológico. No obligado para cada autor en lo individual, vaya (porque la literatura no impone más obligación a quien la practica que tener una idea mínima de lo que hace y talento para intentarlo), sino ineludible en el contexto del conjunto de la producción literaria de un país enorme, en el que el narco es parte central de la vida, la simbología y la imaginación cotidianas.
Si amplias capas de la población mexicana viven bajo la bota de poder de los capos (un poder que se especializa en ser muy cercano a quien lo padece, al contrario del poder político y económico, que tiende a interponer barreras de protocolo, seguridad y estatus); si sobreviven literalmente, a veces por sí mismas o a veces a través de terceros, del dinero de la venta y tráfico de la droga; si los capos y  matones y sus variopintas amantes se cuentan entre sus modelos de comportamiento, es natural que el tema tenga una presencia considerable en las letras nacionales, del mismo modo que ha copado los medios de comunicación y dominado parcelas enteras de la música popular.
¿Puede hablarse de un canon de la narcoliteratura? Es complicado establecerlo y quizá sólo pueda hacerse desde una óptica subjetiva y personal. Lo cierto es que no pueden ignorarse, en la narrativa mexicana de los últimos dos decenios, los textos de Elmer Mendoza, Eduardo Antonio Parra o Federico Campbell (en donde el narco es uno de tantos modos de contar el Norte), o Trabajos del Reino, de Yuri Herrera, novela excepcional. Ni ignorarse las huellas de la droga y su presencia multiforme y opresiva en Juan Pablo Villalobos (Fiesta en la madriguera), Heriberto Yépez (Al otro lado), Juan José Rodríguez, Luis Humberto Crosthwaite, Antonio Ramos y otros, además de quienes narran desde la crónica periodística, como Alejandro Almazán o Diego Osorno (esta nómina no pretende ser exhaustiva y habría más nombres que agregar).
El debate, pues, está abierto. Ni el narco ni su eco en las letras son tema del pasado.
 

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