Por: Antonio OrtuñoLas redes sociales (vaya, las redes literarias en esos mundos inabarcables que son Facebook y Twitter) casi colapsaron, el pasado viernes, con las celebraciones o quejas de aquellos “jóvenes creadores” que se presentaron a las becas que anualmente otorga el Fonca en los géneros de cuento, novela, ensayo y poesía. Los unos eran felicitados por obtenerlas, como si la concesión del apoyo equivaliera a un logro estético; los otros maldecían a todos los dioses por no haberlo conseguido; algunos más bromeábamos desde la serenidad de haber superado la edad máxima para solicitarlas. Tanta emotividad (hubo quien amagó con saltar de un puente, como hizo apenas hace unos días el cineasta Tony Scott) puede llevarnos a varias reflexiones. La primera, desoladora, es que resulta desazonador que los modestos cheques del Fonca representen, auténticamente, los mayores “estímulos” en la vida de muchos que van por ahí posando de sensibles, pero a quienes las convocatorias y los trámites parecen ocuparles la cabeza con mayor frecuencia que sus propias obras. La segunda es que resulta natural que eso suceda en un país como México, en el que todo mundo tiene una multitud de necesidades materiales insatisfechas fuera de la mínima capa social con la vida resuelta (y en la cual, sin embargo, hay varios que piden becas “por el currículo”). Para un “joven creador” que no sea hijo de plutócrata, todo se presenta muy cuesta arriba. Además de la escasez de empleos bien remunerados y oportunidades académicas, que es un mal general que sufren los jóvenes en el país, quien se dedique a la creación deberá enfrentarse a una realidad: el arte en México es un mal negocio para la mayor parte de quienes lo practican. Sobrevivir de la creación está al alcance de pocos. La posibilidad de que un joven pueda dedicarle a su escritura el tiempo suficiente es muy remota si a la vez debe ganarse la vida en un medio hostil. Por ello, aunque los motivos de su concesión sean estéticos, quizá no le vendrían mal a las becas una serie de adiciones; por ejemplo, que en su calidad de subsidios se les aplicaran los mismos criterios de prelación que se ponen en práctica con otros sectores. Es decir, que los aspirantes deban pasar por un examen socio-económico que facilite que el dinero llegue a quien más lo requiera; que se apliquen medidas de discriminación positiva que favorezcan a los postulantes indígenas (para las becas en general y no sólo en los apoyos relativos a sus tradiciones) o las de sexo femenino, etcétera. Nada de eso dará garantías estéticas de nada, pero se trata de dinero público. Los creadores no son deportistas de “alto rendimiento”, a los que se pueda pesar y medir con resultados objetivos. Las becas no deberían favorecer los empeños de un genio para comprar una casa en la playa, sino apoyar a los creadores con calidad, sí, pero también con necesidades.