Lunes, 13 de Enero 2025

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La ira de Tláloc se pega

Por: Paty Blue

No conforme con enfurecerse y manifestar sus destemplanzas de la única manera posible para una deidad de sus tamaños, parece que al buen Tláloc no le ha bastado con hacerse oír y sentir con lluvias más que torrenciales en nuestra ciudad, sino que cualquiera diría que sus enérgicos desplantes tienen la virtud de infiltrarse en el ánimo de los llovidos, especialmente cuando éstos van a bordo de un automóvil con el que no pueden circular a sus anchas, ni a sus angostas, debido a los infames atolladeros motorizados que se arman en cuanto se remoja el suelo.

Nunca me ha entrado en la sesera la razón por la que, en lugar de armarse de paciencia y tolerancia ante lo inevitable, como lo es la escasa o nula fluidez vial en tiempo de aguas, a mis coterráneos les da por convertirse en una especie de basiliscos vociferantes sobre máquinas rugientes, que a bocinazos estentóreos y violentos cambios de luz buscan abrirse paso en el arroyo, urgiendo a quienes le anteceden para que le franqueen el camino.

Con tantos asuntos tan peliagudos en lo político y social por los cuales realmente mortificarse actualmente, de plano no entiendo qué chiste le hallan muchos a empeñar inútilmente su energía y actividad vesicular, hasta que el hígado se les haga moño, con tal de avanzar un metro en una calle anegada, cuando debieran agradecer cada tramo de 10 centímetros que el intrincado flujo les concede. Ya ni la amuelan.

Porque, digo, cuando se llega a la inmovilidad vial extrema, sobre todo al circular por las zonas aledañas a las múltiples y desbarajustadas remodelaciones urbanas que tienen a nuestra ciudad convertida en una auténtica recreación de Kosovo después de los bombardeos, lo mejor es buscarse un quehacercillo temporal, de los muchos que pueden ejecutarse en el interior de un auto, antes que paliar la espera con gritos y manotazos sobre el claxon, dispensando ofensas a diestra y siniestra o contagiando la exasperación a los acompañantes en el mismo carro. Mejor ponerse a escuchar la radio, tararear una melodía, cortarse las uñas, repasarse el peinado, limpiar el tablero con un trapo, echarle un ojo a uno de los periódicos que regalan a la pasada o, ya de perdida, fantasear con el día que podamos comprar lo que se oferta en catálogos de muebles y tecnología, que también los surten gratis.

Así fue como, tras el desfondado aguacero que me sorprendió el pasado jueves y por el que un trayecto habitual de 20 minutos se me convirtió en una espera de 210, a punto estuve de apearme de mi auto, desafiando las corrientes de lodo y desestimando la inminencia de contraer reumas severas, para entregarle mi catálogo de sugerencias al cretino que me subseguía en una larguísima fila de autos que no tenían para cuándo avanzar, ni por dónde sacarle la vuelta. Como si se hubiera montado en una pantera, el mofletudo sujeto se desgañitaba y daba manotazos sobre su propia puerta, seguramente urgiéndome a que saltara yo por encima de los autos que me antecedían, o a que echara mano de la sofisticada tecnología con que cuenta mi carro y sacara las hélices para remontarlos como helicóptero.

El medio metro que, en ese momento, pude avanzar, me disuadió de mi propósito aleccionador, pero fue insuficiente para asimilar que valga la pena malgastar la adrenalina y desgastarse el sistema inmunológico cuando la naturaleza impone sus condiciones. Lo mejor sería que esos intolerantes sacaran la cabeza por la ventanilla, para que el agua les remojara la tatema y les atemperara el mal genio. Lo dicho, la ira de Tláloc es contagiosa.

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