Viernes, 10 de Octubre 2025

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La Ley de Herodes XVIII…

Por: Alejandro Irigoyen Ponce

La primera escena de aquella película de Luis Estrada es simplemente memorable: los habitantes del polvoriento y miserable pueblo de San Pedro de los Saguaros corretean a su alcalde, lo alcanzan y decapitan. El bribón pretendía huir con todo el dinero de las arcas públicas y el pueblo, harto de tanta tranza, decide hacer un poco de justicia, más cómo válvula de escape a su frustración que como acto que remediara el orden de las cosas.

Esa película de 1999, caracterizada como comedia satírica sobre la corrupción política en el país, ambientada en 1949 —claro, con sus licencias artísticas—, pretendía una visión ácida de la corrupción generada por la visión del quehacer político del PRI.

Y entonces el licenciado López, siniestro personaje representado por el genial Pedro Armendáriz, secretario del gobernador y aspirante a la candidatura, decide nombrar a un tal Vargas (Damián Alcázar), el encargado de un basurero y antiguo militante del PRI como nuevo alcalde. Lo único que necesitaba era una pistola y una copia deteriorada de la Constitución. Por supuesto que en cuestión de días enloqueció hasta transformarse en una suerte de copia al carbón del anterior alcalde, tal vez un poco peor. Los críticos, en su momento, ponderaron que la película “reflejaba el estilo de gobernar priista, su forma de relacionarse con la iglesia, con la oposición y con los Estados Unidos; el autoritarismo y la corrupción”.

Del último año del siglo pasado a la fecha, el país ha sido escenario y testigo —las más de las veces, mudo—, de una docena de casos que bien pudieran servir de guión para La Ley de Herodes II, III, IV, o la XVIII, y bien se le puede poner otra X, o dos, ya que se trata de situaciones que exponen corrupción e ineptitud exacerbadas, episodios políticos, policiacos o del quehacer del aparato gubernamental, en los tres órdenes de gobierno, que rayan en el absurdo.

Ahora imaginemos que Jorge Ibargüengoitia, autor del libro La ley de Herodes y otros cuentos, en el que se basó la película, escuchara una historia más o menos en los siguientes términos: un capo del crimen organizado, considerado como el segundo más importante en el país y, por añadidura, el más sanguinario, decide asistir a un partido de beisbol, en un estadio de cuarta, para ver un juego entre equipos de medio pelo para abajo. Lo acompañan sólo dos amigos/guaruras/cómplices en una ciudad “caliente”, en un Estado en la mira de todas las autoridades por el reciente asesinato del hijo de un personaje encumbrado.

Quién sabe por qué, decide abordar su vehículo, cargado con lanzacohetes y armas de asalto y (propio de una de las mentes criminales más siniestras que hasta el momento había logrado eludir no sólo a las autoridades, sino también a las bandas contrarias), para intercambiar fuego con una patrulla de la Marina Armada de México. Por supuesto, como en todos los casos en los que delincuentes se topan con patrullas militares e intercambian fuego, muere.

Y ahora el giro insospechado, lo que le da sabor a la trama y ese toque absurdo que exige un guion para la Ley de Herodes XVIII. Como supuestamente las autoridades no saben de quién es el cadáver, se lo llevan, junto al de uno de los amigos/guaruras/cómplices que también fue abatido (el otro logró huir) al Ministerio Público. Por supuesto, como no tienen equipo para practicar autopsias, tras tomarles fotografías y las huellas dactilares, trasladan los cuerpos a una funeraria. Aparece en escena un comando armado y simplemente se roba los cuerpos.

Por si no fueran suficientes elementos para un cuento de Ibargüengoitia, la DEA, la misma que advirtiera en primera instancia que el supuesto hijo de otro capo, no lo era, dice que el muerto, si es de quién dicen que es, pues queda debiendo como 13 centímetros de estatura.

No se trata de alimentar la sospecha. Seguramente el cuerpo abatido en Sabinas y que fue sustraído de la funeraria es efectivamente el de Lazcano, el líder y fundador de “Los Zetas”. La cuestión es que tras seis años de una administración monotemática, que literalmente giró en torno a la guerra contra el narcotráfico, la serie de pifias que dieron por resulta que el ninguna autoridad sepa dónde esta el cadáver, resulta digno de una comedia satírica.

La Ley de Herodes refiere corrupción, pero también una forma salpicada de torpeza de enfrentar las situaciones más diversas. Hoy nos debe quedar claro que no es una cuestión del PRI, sino una suerte de impronta en toda la clase gobernante.

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