Jueves, 09 de Octubre 2025

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Guaruras, privilegio privado de hombres públicos

Por: Diego Petersen

Guaruras, privilegio privado de hombres públicos

Guaruras, privilegio privado de hombres públicos

Cada día es más común que los políticos tengan ayudas a su cargo, sea un chofer, un secretario particular o uno o varios guaruras, según el caso. A veces un guarura disfrazado de chofer o un ayudante que hace las funciones de defensa personal. Hay casos en los que es estrictamente necesario, es cierto, pero cada día hay mas funcionarios con escoltas y encima cada día se hacen más evidentes.

Partamos del principio: ¿Quién debería tener escoltas? Podremos estar de acuerdo en que el Estado debe proteger a aquellos funcionarios cuyas vidas, por motivos inherentes a su cargo,  pueden correr peligro. El gobernador, sin duda, incluyendo a su familia; el fiscal, los presidente municipales, los directores de la Policía, quizá el secretario de Gobierno, y párenle de contar. El resto de los funcionarios corren el mismo peligro por el desempeño de su cargo que corremos todos los ciudadanos por el simple hecho de salir a la calle. No es un asunto de pichicatería, sino de mensaje. Si lo que vemos los ciudadanos es que secretarios, regidores, magistrados, rectores, necesitan ser cuidados a ese nivel en su andar por la ciudad, lo único que transmiten a los mortales es que la inseguridad está terrible.

Pero más allá del mensaje de inseguridad, junto con el guarurismo viene aparejada la cultura de la prepotencia. Uno de los símbolos externos del poder, junto con el tamaño de la camioneta, el tamaño del puro, la calidad del traje y la cantidad de ayudas personales, es el número de guarros. Así pues, lejos de esconder las camionetas y los guaruras, hoy los políticos se pelean por hacerlos visibles: se estacionan en doble fila, cierran calles, invaden banquetas. Los políticos hacen evidentes a sus guaruras y los guaruras se encargan de hacerse notar,  porque ellos no son somo los demás, tienen el poder de controlar, empujar, invadir espacios.

Los privilegios privados de los hombres públicos son la peor perversión del servicio público: en lugar de que ellos trabajen para darnos seguridad, nosotros trabajamos y pagamos impuestos para que ellos se sientan seguros. Es el mundo al revés, pero tristemente ya nos acostumbramos a ello. Regular el número de elementos de seguridad a cargo de la protección personal de funcionarios públicos y el comportamiento de estos en público tiene que ser visto no sólo como un asunto de eficiencia del gasto de Gobierno, sino como un tema de percepción de seguridad.
 

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