Domingo, 12 de Octubre 2025

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El cementerio de Praga o ya no saber leer

Por: María Palomar

El cementerio de Praga o ya no saber leer

El cementerio de Praga o ya no saber leer

Desde antes de que estuviera en las librerías la versión castellana de la novela más reciente de Umberto Eco se publicaron en los periódicos de lengua española artículos que repetían lo que se estaba escribiendo Italia acerca de que era un libro “antisemita”. Eso del antisemitismo no dejaba de resultar inverosímil para quienes llevan treinta años leyendo a un señor tan absolutamente sensato como Eco. Así que había que leer el libro.
Como nada atrae más que el chisme y el escándalo, el resultado fue que en el primer mes se vendieron  600 mil ejemplares de la edición italiana. Cuando Eco presentó en Madrid la traducción española, se mostró muy educado y comedido: “pensar que mi novela es antisemita es muy ingenuo”, dijo. Y habló de su interés de siempre por los documentos apócrifos y las sectas y las conjuras, algo ya muy patente desde El nombre de la rosa y muy en particular en El péndulo de Foucault. Pero seguramente no quiso meterse en honduras (y además el escandalito le fue francamente útil como propaganda) diciendo lo que cualquier lector con un mínimo de sentido común ve en los artículos que hablan de antisemitismo: el desastre cultural que hacen evidente esos plumíferos que ya simplemente son incapaces de leer una novela, de darse cuenta de que se trata de un folletín de estilo decimonónico, de ver al protagonista como lo que es: un esperpento, una caricatura, una burla completa. Es el plagiario plagiado, el agente doble y triple, el malo más malo, metido en cuanta intriga se cocinaba en el siglo XIX. No cabe duda que Eco se divirtió muchísimo escribiendo El cementerio de Praga; tampoco está tan complicado adivinar en el trasfondo una reflexión seria sobre el poder de ciertas falsedades para influir en la gente y en la historia, a veces con resultados desastrosos. Pero claro, eso lo nota sólo quien sabe leer, y no estos periodiqueros metidos a críticos que ni siquiera entienden de qué género literario se trata, ni han leído a Dumas ni a Sue, y seguramente acostumbrados a una vida pública donde cada vez son más normales las caricaturas vivientes (y lo que es peor, gobernantes: pregúntenle a los italianos por Berlusconi), no son capaces de distinguir entre la magnesia y la gimnasia. Aterra pensar qué educación se está dando a la gente que la hace por un lado tragarse cualquier fantasía de complós y conjuras y, por otro, rasgarse las vestiduras al dictado de la bienpensantía políticamente correcta. Un lector, precisamente porque lo es, sabe entender los guiños y las alusiones del autor. La Reina Luana era un homenaje a los cómics; El cementerio, al folletín truculento. Aunque el cómic también está ahí, en un discreto homenaje a los inmortales Hernández y Fernández, por ejemplo. Claro, a buen entendedor...

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