Por: Franceso MilellaDespués de una interesante temporada de ópera, el Teatro Degollado, en colaboración con el Joven Ballet de Jalisco, abre sus puertas para presentar, del 19 al 21 de diciembre, el más clásico y navideño de los ballets de Tchaikovsky: “El Cascanueces” que compuso entre 1891 y 1892 (un año antes de su muerte). Basado sobre el cuento del escritor alemán E. T. A. Hoffman, este ballet cuenta la fantástica historia de Clara y de su regalo de Navidad: un pequeño cascanueces. Agotada después de la fiesta de Nochebuena, Clara se mete a la cama y empieza a soñar: un ejército de ratones le quiere arrebatar el cascanueces. Clara, para salvar su jugete, lastima con un zapato al rey de los ratones, quien será definitivamente apuñalado por el cascanueces. Después de esta batalla, el pequeño juguete se transforma en un príncipe —¡vaya romanticismo!— que bailará un valzer con Clara en un nevado bosque de pinos. En la segunda parte, Clara y el Príncipe llegan al reino de los dulces donde son recibidos por el Hada de azúcar, a quien el cascanueces cuenta todas su aventuras. El ballet se cierra con un amplio divertissement de valzer y pas de deux entre Clara, el Príncipe y el Hada de azúcar. Al final Clara se despierta abrazando su pequeño jugete. Detrás de esta historia, quizás cursi y algo remilgada, aparece un gran genio de la música que, aún vinculado a la rígida estructura del ballet clásico, logra dar forma a una extraordinaria libertad creativa: Piotr Ilyich Tchaikovsky. Más allá de las renombradas y, sin lugar a duda, emocionantes músicas como la Marcha inicial, la Danza China, la Danza del Hada de azúcar o el Vals de las Flores, en “El Cascanueces” observamos un total desenganche del tiempo real, no sólo en relación a la dimensión mágica y soñadora de la historia de Hoffmann. Este desprendimiento del mundo real se realiza también en la parte musical: momentos, que aparentemente nos pueden resultar simplemente graciosos y fáciles de tararear en las horas muertas de nuestros días, en realidad son piezas geniales, brillantes, perfectamente estructuradas y definidas en cada detalle en donde nada es dejado a la casualidad, y cada elemento, cada frase musical e instrumento ocupa un lugar preciso, adecuado y en perfecto equilibrio con lo demás. Estos momentos musicales, tan sencillos e inmediatos, y por esto fascinantes, sirven a Tchaikovsky para abrirnos las puertas de un mundo diferente, nuevo... o quizás misteriosamente antiguo, que cada uno de nosotros conoce perfectamente pero ignora: el de nuestra infancia, el de nuestros sueños más tiernos y maravillosos, del que Tchaikovsky parece despedirse poco antes de morir.