Martes, 13 de Mayo 2025

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. La torre del misterio. Baila la torre de agua envuelta en su intocable gracia, y el jardín entero se transfigura. Las espadas del duelo traspasan los jazmines.

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Francisco Martínez Negrete, poeta, el último de su estirpe tapatía, de su lejana nombradía patricia, se murió.

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“Dices que es la última de las visitaciones de la muerte artera que asedia. Dices que esa oscura centella hiere sin piedad, que va dejando una quemadura que ya nunca cura. Que intenta, sin suerte, segar los amores y los cariños que, por ventura, son invencibles. Que toda la noche fumaste los mismos cigarros tantas veces compartidos, que te fuiste cubriendo con sus cenizas. Y oyes sin cesar las últimas músicas que, a la distancia, sabían compartir. Piensas que nunca hubo otro como él, que apareció desde el principio como la piedra que rodaba en llamas que siempre fue. Armado de una guitarra destartalada y de variados gallos sembró el desconcierto, y luego la secreta admiración, en las muchachas hace cuatro décadas en chapalteca flor. Las muchachas ahora serán grises matronas bien encerradas en su comodidad: esa holgura que Paco jamás persiguió, y menos consiguió en todos sus días en incansable fulgor. Quedan unas notas, el zarpazo de su voz rauca mientras cantaba una diatriba contra el imperio, contra la sinrazón de la guerra de Vietnam: Paper soldiers… Desde las lumbradas de las noches en el corro de las muchachas florecidas cavaba, sonriente y rodeado de un aura que no era nomás la de la combustión de los delicados o de los gallos, una ingenua y eficaz trinchera por la lucidez y la paz. Dices que la muchacha de la que se enamoró entonces jamás perdió para él ni prestigio ni gracia, que por esa distraída fidelidad no envejece del todo…”

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Ya pasajero de Indias fue Francisco Martínez Negrete y Ortiz de Rosas.

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Fue Francisco Martínez Negrete y Alba.

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Fue Francisco Martínez Negrete y Palomar.

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Luego fue Francisco Martínez Negrete y Cornejo.

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Fue, al final, Francisco Martínez Negrete y Lazo Mendizábal.

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Muy sin cuidado le tenía la vanidad de su linaje. Pero con mucho cuidado guardaba el espadín de su bisabuelo. Claro tenía quien era. Por eso muy bien que defendió y recuperó los retratos de sus tatarabuelos. Ahora colgarán en su casa helada, asombrada por tanta fulminante ausencia. Desde su remota prosapia los tatarabuelos adustos habrán contemplado danzas y excesos, cantos desaforados y embriagueces triunfales, amigos que iban y venían al amparo de un cariño incombustible. Ratos de honda congoja, de angustias resueltas en pura bravura, de horas buscando la imagen precisa, la palabra que se escapaba.

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Hace más de treinta años ya contaba como burló por primera vez a la muerte a la que siempre cantó. Vuelto monje budista, Paco contrajo en un ashram de la India, en donde lavaba interminables alteros de platos, una desconocida enfermedad en las manos. La infección avanzó, inmisericorde, por todo el cuerpo. Procuró remedios, acudió a todos los hospitales de ultramar, buscó curas. Desahuciado, se retiró a morirse a una casita aislada en un desolado paraje del campo hindú: nadie sabía si pústulas y llagas eran contagiosas. Pasaba allí los días, sentado a la puerta de la choza y agradeciendo la tibieza del sol, interperrito y valiente. Solo. Contaba que un día llegó como por casualidad un viejo que no le tuvo horror. Lo consideró un rato, y luego le ofreció sanarlo. Paco, más allá de cualquier cuidado, agradeció la intención, la cara deformada e irreconocible, sonriente. Pero volvió el viejo con un remedio y procedió a componer un menjurje con el que, sin pendiente alguno, frotó una y otra vez el cuerpo del poeta. Paco sanó, y vivió para, muy de cuando en vez, contarlo. La memoria es flaca: pero parece que el derviche que también fue el poeta decía que nunca volvió a ver al viejo taumaturgo, que con insistencia lo buscó por los alrededores, preguntando por él, dando sus señas como mejor pudo. Nadie tenía la menor noticia. Tal vez decía que habría sido por eso que jamás veía cómo el viejo llegaba o se iba. Simplemente aparecía y desaparecía, con discreción, en el aire delgado.

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Poeta, y de los más altos. Francisco Martínez Negrete dejó unos cuantos delgados libros, tantos amores, tantos amigos. Una provisional enumeración de sus poemarios:

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A la dulcísima muerte. Hotel Ambos Mundos. México. 1999

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Como el infier/no el amor. Ilustraciones de Doria Beatriz. Agrupación para las Bellas Artes, Ciudad Obregón. 2003

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El temple. Ediciones sin nombre. México. 2011

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Cambiar de corazón. Ediciones sin nombre. México. 2011

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Quién te supiera espejismo. Ediciones sin nombre. México. 2014

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Cuestionado sobre si tiempo era ya de reunir su obra y publicarla en un volumen que pudiera acceder a un público más amplio, Paco se rio con estoica sorna. Pero bien que saben sus amigos poetas, lo sabe David Huerta de quien Paco siempre reconoció el magisterio, que su voz y su genio deben llegar a la sed de tantos que con sus poemas alcanzarían la redención y el consuelo, el gusto y el baile.

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Últimos duelos. Pocos días hace que Paco lamentaba con hondura la muerte de Leonard Cohen, otro de sus maestros de elección. (“¿Por qué los grandes, los valiosos, los verdaderamente notables se van?”) Ahora tendrá la respuesta que tan bien se nos oculta ahora. Inevitable decir que Paco, para alguna salvación de estos renglones, era gozoso y juguetón lector consuetudinario de ellos. Una justificación. Un point, c’est tout.

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Llegaba al departamento de Ámsterdam como un ventarrón. Prendía tres cigarros al mismo tiempo, pedía algo para la sed que lo abrasaba, exigía la inmediata presencia de sus sobrinos para abrazarlos, elogiaba con furor la llamarada rojiza que bien que sabía entender, que sonreía apacible. Otras veces aparecía con ignotos compañeros de correrías, de danzas circulares, de viajes astrales: compartían un estado beatífico e intercambiaban miradas de plácida inteligencia. Luego desaparecían. En veces cantaba a capela canciones completas de su maestrísimo Dylan sin perder por un instante ritmo ni entonación. Llegaba tarde a las cenas o se iba inopinadamente temprano, pero invariablemente dejaba en la reunión una huella imborrable. La Cazadora lo sabe, lo sabe Alberto Kalach que reconoció de inmediato la misteriosa hermandad de los que arden. Es en esa hermandad que será posible consolar la pérdida, acordarse, durar.

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De A la dulcísima muerte:

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I

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Como el matrimonio de la tierra y el cielo

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en esos halcones

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de tus ojos, qué

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velocidad la suya para

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ahondar el reverbero

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de tu luz como si

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surgieras desde antes

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extraña y familiar

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desde el fondo del tiempo;

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y la fragilidad

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que ocultas y muestras

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aun a tu pesar haciendo

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balbucir estos versos

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condenados a no

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ser más que vaga sombra

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de tu abismal belleza.

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Muslín

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Y era algo como

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un sueño

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de Andalucía el viento

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violeta de la tarde entre las jarcias

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y la bugambilia de la alberca,

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la Cuernavaca mozárabe

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de Lowry

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y ya sin tragos

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con la sola ebriedad de la conciencia

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y la callada música de estar

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en silencio

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sintiendo tu mirada sarracena

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tocar la puerta

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del corazón y luego

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el humo

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la tarde ardiendo en llamaradas lentas

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las campanadas lejanas

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y las primeras estrellas

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Vuelve a decir Cohen:

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I wish there was a treaty we could sign…

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jpalomar@informador.com.mx

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