Atmosféricas. El jardín del final del verano extiende su dominio apacible. Y se declara contento y de acuerdo con el temporal que ahora se disuelve en el molino de los años. Una suavidad equilibrada y serena emite su parte de la bondad que sostiene al cielo clemente. Cae la tarde sobre el corredor y las sombras ascienden desde los mosaicos ahora pardos; las caras adquieren cualidades insospechadas, y por un momento se revelan rasgos no por fugaces menos ciertos: la resolución o la inquieta duda, la tristeza acumulada en los invisibles aljibes del alma, la alegría juguetona y tenaz, la reflexión larga o la honrada perplejidad frente al mundo y sus adivinaciones. Viajeros en la pleamar de distancias, transcursos, cavilaciones al borde de una mesa paciente: una irrepetible reunión que junta a los habitantes de apartadas regiones. Luego es la templada noche del entretiempo la que recoge en su manto piadoso todo lo que al día logro sobrevivir.**Charles Bukowski: Lo que más importa es qué tan bien caminas a través del fuego.**Por ascender a su lecho gastó todos sus trucos de tahúr inveterado, empeñó los restos de un entusiasmo que averió tanta batalla. Mintió, fue leal, arriesgó hasta el último jirón de su conciencia, abrió su camino a golpe de triquiñuelas y pases de mano arteros o sutiles, aventó contra las murallas el rescoldo que de inocencia y de bondad le quedaba. Utilizó como combustible para hacer arder las puertas las últimas brasas de una larga valentía, las astillas de un antiguo coraje. Todo fue sujeto de cambio: los recuerdos más arrinconados, las perdidas mañanas de la infancia, el recuento de todos sus amores desdichados o alguna vez venturosos. Enderezó estrategias inconcebibles, puso en práctica ardides pueriles, expuso argumentos cuya vacuidad llamaba al vértigo, convocó a filas a todos los elementos del desastre. Al final, creyó haber vencido, haber resuelto los enigmas, haber conquistado por arduos y tortuosos caminos los dones de quien levanta los laureles del victorioso. Por ascender a su lecho. Pero, franqueado el umbral, no encontró más que aire, más que una huella invisible en el vacío del recinto: apenas nada. Lo suficiente para saber que allí se le había esperado. Y unas letras escritas con mano segura en el vaho reciente del cristal de la ventana: no era aquí.**Keith Richards: Conozco lo que es la suerte: he tenido mucha. (A esto se agrega la imagen de una cara sobre la que la usura del tiempo ha ejercido toda su violencia, en la que se leen, uno a uno, todos los precipicios y los desvaríos de medio siglo de rodar en llamas, los ecos de las ovaciones que, gladiador invicto y maltrecho, ha logrado arrancarle a la turba despiadada…)**Del Diario de un hombre de cincuenta, de Henry James: “Me dijeron que encontraría a Italia grandemente cambiada; y en veintisiete años existe posibilidad de cambios. Pero para mí todo es tan perfectamente lo mismo que me parece estar viviendo toda mi juventud de nuevo; todas las olvidadas impresiones de ese tiempo encantado regresan a mí. Por el momento, fueron suficientemente poderosas; pero después desaparecieron. ¿Qué, por ventura, pudo pasar con ellas? ¿Qué sucede con tales cosas en los largos intervalos de la conciencia? ¿En dónde se esconden? ¿En qué olvidados cajones y rincones de nuestro ser se preservan? Son como los renglones de una carta escrita con tinta simpática; sosténgase la carta contra el fuego por un rato y el agradecido calor devuelve las palabras invisibles.” “Había llevado una vida demasiado seria; pero eso quizá, tras de todo, preserva la juventud. En todo caso, he viajado demasiado lejos, he trabajado demasiado duro, he vivido bajo climas brutales y me he asociado con gentes enfadosas. Cuando un hombre ha alcanzado su quincuagésimo segundo año sin estar, materialmente, desgastado a fondo –cuando tiene buena salud, una buena fortuna, una pulcra conciencia y una completa exención de parientes estorbosos- supongo que se está inclinado, por delicadeza, a describirse a sí mismo como feliz.”**La Neue Galerie es una altamente refinada representación del arte austríaco y alemán en Nueva York. Ocupa, sobre la Quinta Avenida, una suntuosa mansión de principios del siglo pasado. Todo es exquisito, todo del mejor gusto vienés (y quizá prusiano). Cada pieza expuesta es de soberbia calidad, y las yuxtaposiciones son muy afortunadas. En el lugar de honor del salón del piano nobile aguarda una visión inolvidable: la de una mujer de oro. Su resplandor vivísimo y sutil hace a quien la mira recordar cómo una semejante marea de gozo inefable ha sido tantas veces la justificación de desventuras y desastres, la razón de esperanzas e impulsos… Ahora, La mujer de oro es una película que bien vale el viaje. Porque cada vez que se resuelve hacer la inmersión en ese extraño vehículo cinematográfico que nos mantiene quietos durante dos preciosas horas, emprendemos una travesía que, lo menos, arriesga el naufragio del tedio, los escollos de la inepcia, el cabo de la irreparable decepción que supone un tiempo dilapidado en lo inane, si no es que en lo de plano abismal. Octavio Paz solía decir en sus años finales que requería por lo menos tres recomendaciones de amigos confiables antes de decidir la lectura de un nuevo libro. Menos fatalistas, los que se arriesgan ensayan, bajo la sospecha de la belleza o la gracia, multitud de músicas y de libros, de películas, de exposiciones…Nomás lo certero o lo torpe de cada intuición –o de cada recomendación atendida- dirá al final si la excursión valió la pena. El caso es que La mujer de oro paga el empeño por verla. Está impecablemente resuelta. Todo gira alrededor de una definitiva, incandescente pintura de Gustav Klimt.**Borges cita un antiguo adagio: Más vale buena esperanza que ruin posesión. Habla luego de su consabida contraparte en el gastado repertorio de lo que se afirma ser la sabiduría popular: Más vale pájaro en mano que ciento volando. Dos caras de una moneda que gira en el inicial aire de las conciencias: cuando es la cara de la buena esperanza la que prevalece –y así será ya por siempre-, bien se conoce que el jugador habrá apostado por el partido de los ingenuos y levantiscos, de los caminadores del viento, los de la bandera invisible y cierta que lleva un león de fuego en su centro. Para las otras suertes, la moneda indica que es al pájaro apresado y tangible al que sus adictos buscarán con invariable empeño. Son los listos, los prevenidos, los que se apegan con fruición a un destino tantas veces pardo y se resignan con su módica ración ante el pavor del vuelo y del desasimiento. Brille la moneda en el instante en que cruza el aire, dure su reflejo incierto, mientras el más audaz del partido de la buena esperanza surca el tiempo y levanta ya la mano que habrá de llevársela, entera, como final botín.jpalomar@informador.com.mx