Viernes, 26 de Julio 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Luna de día. Palidísima y a medias, navega por el cielo de la primera mañana. Su mitad ausente ha de estar buscando la noche más allá del alba. El gato encuentra un resquicio insospechado para capear el primer sol del día. Un muchacho espigado recorre el corredor viendo cómo cambiar el mundo. Llegan sus amigos cargados de futuros, preguntas, risas esenciales. Cosa de ver si el granado, como esos viejos exhaustos, amanece el invierno. Noticias del plúmbago: algo reverdece entre sus ramas. En el jardín de la universidad las muchachas pasan arrebujadas por la tarde que se entibia. Es de notarse cómo uno de los efectos de los inviernos tapatíos es volver el dorado de las canteras de Catedral más intenso. Cosa de fijarse.
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Ochenta. Esta semana cumplió cuatro veces veinte años quien para este espectador es el mayor poeta mexicano vivo: Gabriel Zaid. Como decía aquella tía, la inteligencia sirve para todo. Y Zaid despliega, tanto en su ensayística como sobre todo en su poesía, una inteligencia absolutamente deslumbrante. Como buen ingeniero, sabe resolver los enigmas estructurales del peso y el sentido de las palabras con una exactitud y una elegancia que no tienen par. Acordarse de lo que en las matemáticas se llama una solución elegante. Es, además, nuestro intelectual católico más destacado. Sin poses ni arrebatos, ha hecho de esta condición –a través de los hechos que son sus obras- un ejercicio macizo y conciso. Concisión es en su caso una palabra clave; tal vez reticencia también. Su uso de las paradojas –muy a la Chesterton- ilustra con frecuencia sus ensayos, en los que el humor nunca anda muy lejos. No hay que equivocarse pensando que su poesía se acerca a lo confesional: hay vislumbres y destellos, sordinas perfectamente medidas y, ciertamente, inesperadas epifanías. Una muy honda meditación sobre el mundo reducida a esenciales líneas. Pero cuando alguien vaya a querer hablar del estremecimiento de lo sagrado en la literatura mexicana será inevitable volver a algunos de sus poemas.

Bien se sabe la hermética elegancia con la que Gabriel Zaid rechaza toda exposición pública. Cero entrevistas, ninguna foto. Una vez, durante la construcción de la Biblioteca Vasconcelos, el poeta llegó con su mujer a hacer una visita. Largos recorridos por la larga nave: un apunte aquí, una sonrisa complacida –a lo mejor- más adelante.
Mientras Zaid, desde la punta -desde la proa- consideraba la perspectiva, un inadvertido  admirador sacó la cámara y apuntó. Justo a tiempo un gesto de alarma impidió el desaguisado; el poeta ni cuenta se dio. Ahora quizás es de lamentar que tal profanación no hubiera sucedido: habría una imagen del autor de Alba de proa, instalado, a media mañana, en la proa del arca. O más bien no, está bien así. Los rasgos de caballero levantino del poeta se han difuminado, no queda una impronta que guardar. La transparencia que ahora es su cara le comunica a sus líneas una liviandad que, en una de ésas, es lo que más busca. La elusión del poeta vuelve más potentes ahora estas líneas:

Transmisión nocturna

Las selvas africanas, el Nilo
que se desborda, las costas de Grecia,
una sonrisa imperceptible, las ciudades:
todo reducido a mirada, pintura, telefoto.

El robo del fuego, la expulsión
del paraíso, la poesía, la construcción
de templos, las batallas, el poder y la gloria:
todo reducido a leyenda, historia, teletipo.

La noche duerme y el reloj habla solo:
transmite el mundo, las constelaciones,
la historia universal.

En el delirio del tic tac binario,
el universo se expande con la lentitud
de la hierba: todo pasa reducido a silencio.
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El nuevo edificio para el Museo de la Colección Jumex en México es un triunfo. David Chipperfield, el célebre arquitecto inglés, supo leer con lucidez el tema a tratar, el sitio en donde implantarse, la índole de los espacios que el enrarecido mundo del arte contemporáneo requiere. No se puede más que acordarse del Whitney Museum de Nueva York, insigne obra de Marcel Breuer, considerando varios aspectos de la nueva instalación de una de las raras compañías comerciales realmente ilustradas en este país. La escala, los materiales, incluso ciertos rasgos formales. Pero el proyecto de Chipperfield (y de su cliente Eugenio López) vale por sí mismo.

El guiño al origen industrial de la colección realizado con los dientes de sierra de su remate resulta muy eficaz y revela un agradecible sentido del humor. Además así la iluminación del último piso es excelente. Los espacios semiabiertos, generosos y serenos, están muy bien logrados. Es un museo de un tamaño delicioso: razonable, recorrible, abarcable sin grandes fatigas. Es fácil saber todo el tiempo dónde está uno: cualidad tan frecuentemente ausente en la arquitectura de los museos. Es una afirmación ponderada y firme de la vigencia de los principios modernos, la razón, el orden, la mesura, la crítica, frente a un universo tan incierto, excesivo y fluido como el de las obras y producciones que debe albergar. Constituye una respuesta arquitectónica contundente, enunciada con sobriedad y aún reticencia, frente a la aparente afirmación del arte contemporáneo que preconiza el final y aún la inexistencia de cualquier asidero intelectual y espiritual.

La huella, por cierto, de Luis Barragán, no anda lejos. Es también una implícita y contundente crítica a la huera grandilocuencia de su vecino el Museo Soumaya, a la impersonal frialdad de los edificios corporativos que le sirven de fondo, a la exigua disposición de los espacios públicos del entorno.
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Repitió, con tranquilo aplomo, la frase de Ortega y Gasset: “La máxima especialización equivale a la máxima incultura.” Y el hombre orquesta siguió su camino, mientras ejecutaba un alegre pasodoble y saludaba al personal.

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