Domingo, 12 de Octubre 2025

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. Doce pares de ojos sopesan el tiempo que hace por diversos rumbos de la trasegada y clara ciudad. Desde la abrupta precariedad de la Mesa Colorada a la planicie polvorienta que asedia al cerro del Colli desde los Arenales Tapatíos (que, ojo, están en Zapopan y se llaman bien), pasando por los fraccionamientos dizque catrines y la entrañable mescolanza de Santa Teresita; la risueña amabilidad de la Capilla de Jesús, la pantorrilla mora de la ciudad árabe como le dijo Agustín Yáñez a San Juan de Dios; después al barrio de este insigne escritor mismo, el Santuario; luego a la decadente y renaciente colonia Americana con sus chalets agraciados y sus calles afortunadamente umbrías, a las simpáticas calles a veces atenazadas por la violencia de la colonia del Fresno, a los nobles portales que bordean la animada plaza de San Andrés; hasta los espléndidos restos de la otrora incomparable villa de San Pedro Tlaquepaque y sus grandes casas libradas a los vaivenes del azar. Pero es el azar, a fin de cuentas, el que gobierna, por encima de pasajeras voluntades y veleidades, a la extensa urbe, víctima y justificación de sí misma. Rastrear el aire del tiempo, entender con las ramas del instinto de cada quien el particular talante del rumbo, identificar personajes e hitos, saber de dichos y quejas, oír las muchas músicas que cruzan el aire enrarecido por el humo de los camiones, acogerse a la sombra de las iglesias que se resisten bravíamente a quedar en el pasado de viejos y señoras rezanderas, probar el tejuino del mercado, la horchata del aguador, los elotes del viejo puestero, los camarones de cualquier esquina y su muy particular sazón, las ahogadas ubicuas y sus fuegos amigables… Ejercicios en comprensión del mundo, en el examen de cada quien frente a las solicitaciones de una ciudad que siempre nos rebasa y que, ciertamente, habrá de trascendernos. Gozo y descubrimiento, compasión frente a la necesidad y una leve sorna también compadecida frente a los grotescos alardes de los nuevos ricachones, extrañeza y familiaridad solidaria ante los modos y las maneras con que, en cada viento de Guadalajara, la gente encara su destino. Siempre azaroso, inescrutable en los designios de la Providencia.

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México cada vez ofrece una cara distinta a quien, por breves días, se abstrae de la provincia que los chilangos llamaron, genéricamente, Cuautitlán. Polanco ofrece su hilera de tiendas pretensiosas y dizque prestigiosas a la permanente voracidad de quienes ocupan de su dudoso socorro. La Condesa, cada vez más invadida por mercaderes de la comida y el trago entrega, en algunas esquinas, excelentes oportunidades para sosegarse y comer rico frente a los grandes árboles de la Avenida Mazatlán. Un incombustible poeta y un doctor en concretos coloreados intercambian impresiones sobre ciertos viajes, mientras un niño de apenas cinco años realiza una jugosa operación a costillas del galante doctor, quien le manda la modesta mercancía a una mesa vecina donde cuatro muchachas muy guapas departen. El poeta se extiende, a petición del auditorio, sobre las tribulaciones de una lejana estadía en la India, sobre la sabiduría encerrada en la ayahuasca, sobre las muchachas arteras y sus zarpazos implacables. El doctor y el que pasa oyen, acatan, difieren: toda conversación es un extraño laberinto insospechado. O ciertas conversaciones…

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La torre del optimismo sale del suelo con sus varillas enhiestas y prometedoras. Ha de trepar hasta superar, orgullosa, los grandes fresnos del bosque de Chapultepec. Vienen las trabes atrevidas y confiables, las columnas cuya geometría sigue el trazado del terreno: y el terreno sigue a su vez el trazado de las calles, y las calles tienen que ver con antiguos caminos, con caprichosas subdivisiones de viejos potreros, con lechos de arroyos extintos que más lejos encontraron necia sepultura; las calles, por fin, se derivan de un núcleo originario que, sobre las ruinas de la orgullosa Tenochtitlán, fue edificado a piedra y fuego. Pero las ruinas primigenias mandan, misteriosamente, a la inmensa ciudad que para todos lados hace horizonte: corazón secreto y actuante de este México de pesares, desastres y maravillas, que, desde el último piso de la torre del optimismo será, a la sombra de algunos árboles fieles, considerado una vez más. Para cambiarlo, proponen el doctor en concretos y su banda, para dejar, aquí o allá, la huella que diga, una vez más con José Agustín Goytisolo, que al menos no fuimos una generación de aburridos.

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Los viejos capitanes no están fatigados. Así empezaba una modesta tirada en homenaje a la caballería ligera de la Iglesia, a esos hombres casi siempre austeros que vagan por las fronteras de lo conocido, permanentemente al filo de la navaja. Los jesuitas tienen ahora, por primera vez en los siglos que llevan de batallar, a uno de sus hermanos como Papa de la cristiandad. Y la impronta de San Ignacio es definitiva. La nave de Pedro tiene nuevo timonel y las olas, muy crecidas esta temporada, no han de prevalecer sobre la navegación, siempre amenazada, siempre victoriosa, de una fraternidad humana que pronto alcanzará su segundo milenio. Desde la vocinglera biempensantía se oyen retobos y descalificaciones a S.S. Francisco, escasamente informados y menos razonados. Business as usual. Pero una ola de esperanza se extiende sobre el mundo al saber de un hombre sensato y probo que conoce la pobreza y la injusticia, y que dice sencillamente las cosas por su nombre. Solo y a pie, reza el pedestal de la estatua de San Ignacio el de Loyola que está a la entrada de la biblioteca del ITESO. Como dice el padre Gómez Fregoso, el entrañable Chuchín S.J., algo tendrá una institución cuyo primer responsable era tan débil que negó tres veces a quien lo había nombrado jefe de su Iglesia. Es cosa de lograr tener una perspectiva un poco más amplia. Recordando al católico Fellini: la nave va.

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La exposición que Gutierre Aceves preparó y curó para la antigua casa de don Efraín González Luna-ITESO Clavijero, es profundamente conmovedora. Se llama Ex Voto, un arte de la gratitud. A través de estos testimonios de la obra de lo trascendente en los predicamentos humanos, accedemos a diversas, iluminadoras lecturas. La piedad, la humilde acción de gracias, la imbatible fe en Quien manda sobre vidas, sucedidos y haberes. La deliciosa ingenuidad y la libérrima redacción con la que, con candorosa pureza, se describen gráficamente y luego por escrito estos prodigios. El oficio depurado de Hermenegildo Bustos y sus retratos justos y magníficos. La plétora de plegarias y ofrecimientos que han alcanzado una modesta, agradecida permanencia entre nosotros. Mucho por aprender. La conferencia inaugural a cargo de Alfonso Alfaro fue, as usual, impecable, erudita, amena: edificante.

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