Martes, 11 de Noviembre 2025

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Al maestro con cariño…

Por: Benito Taibo

Yo, que me la paso repitiendo la famosa frase de Mark Twain que a la letra dice: “mi educación se vio interrumpida por mis años escolares”, más por hacer rabiar a algunos que pasan más horas en las aulas que cultivando su sentido del humor, hoy no puedo menos que hacer un pequeño homenaje a todos aquellos que han ayudado a la creación de mi educación formal, pero particularmente de mi educación sentimental.

Sin duda, mis dos grandes maestros fueron mi padre y mi tío abuelo.  Por otro lado, en la escuela, las cosas fueron diferentes. Tuve muy buenos maestros y muchos que nomás no, así, a secas.

Por ejemplo, por culpa de una maestra de Historia, estoy convencido que no soy historiador, y por culpa de un matemático, en cambio, sí soy escritor (o lo parezco).

Me explico.

Luis Tapia Bolívar, profesor transterrado, elegante, sobrio, guapo, llamado por todos “El zorro plateado”, gran profesor de matemáticas, nos daba clase en prepa a una partida de inconscientes en el Instituto Luis Vives.

Viajaba en un Pacer amarillo lleno de cristales y babeaban por él, alumnas, maestras, madres de familia y transeúntes. Hablaba con un marcado acento español, que no era más que la insignia clave de su republicanismo, y hacía soberbios pizarrones de grafías impecables llenas de equis y de incógnitas por despejar.

Pero lo mío, no eran los números. Los dos lo sabíamos, tan bien como que la Tierra era redonda (“achatada por los polos”, seguramente, corregiría).

El caso es que yo había sacado un soberbio y redondo cero, sin achatamientos de ninguna especie, en el examen final de matemáticas. Era rojo, lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Estaba puesto sobre el papel que yo había devuelto después de los 50 minutos reglamentarios. Estaba el profesor Tapia, solo, en el salón corrigiendo las pruebas del delito de la ignorancia.

Me acerqué. Y le expliqué que yo quería ser poeta, que los números no se me daban, que mi carrera podría truncarse aún antes de haber empezado…

Me miró de arriba abajo, desde su impecable nudo inglés en la corbata, y una breve sonrisa apareció encima del bigotillo blanco y perfecto.

—A ver. Escribe un poema— Y me tendió una hoja blanca. —Tienes 10 minutos-. Advirtió.

No recuerdo ni una sola palabra de lo que allí garabateé lo mejor que pude. Le devolví la hoja.

—Bien. Me gusta que no rimes. Y me gustan las matemáticas— Dijo.

Me fui a casa.

Al día siguiente, al final de la clase devolvió los exámenes fila por fila, uno por uno.

Y mi cero, por artes que aun no comprendo pero que intuyo, se había transformado en un enorme seis. Pero seguía siendo rojo. Nunca lo mencionamos, ni él ni yo. Ni siquiera me sonreía cuando me entregó el examen.

Esta es la primera vez que lo cuento. Han pasado más de 30 años. Le mandé al profesor Tapia mis dos primeros libros de poesía; no alcanzó a ver las tres novelas que ya tengo.

Esos son los maestros que me gustan, los que saben que la incógnita puede despejarse fácilmente, sólo si le das la confianza necesaria al alumno.

Desde entonces, sigo odiando las matemáticas, pero amo a los matemáticos.
 

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