Martes, 14 de Mayo 2024

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Plataformas

Por: Antonio Ortuño

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Alguna vez, hace años, fui parte de una mesa literaria notablemente mal planeada: se trataba de sentar a un par de escritores ante un grupo de estudiantes de preparatoria que no los habían leído jamás (porque nadie se los presentó ni en fotocopias) y esperar que, mágicamente, pasara lo mejor: es decir, que se produjera un milagro y los chicos salieran de una sesión de cincuenta minutos mal contados convertidos en lectores de hueso colorado. No sucedió nada de eso, claro está (ni siquiera había en el lugar mesitas con los libros de los invitados, por si alguno de los muchachos asistentes llevaba algo de dinero encima y le daban ganas de adquirirlos). Los estudiantes intervinieron poco, los escritores hablaron de lo que se les dio la gana sobre sus libros, que los presentes, repito, no conocían ni de oídas, saltaron por los aires algunas risas incómodas de unos y otros y, al final, cuando llegó el momento de las preguntas y respuestas, se hizo el silencio. Apenas una mano se levantó y un muchacho de unos 15 años se animó a inquirir: “¿Ustedes escriben en Mac o en PC?”. Hubo chiflidos y un par de abucheos: la mayoría de los presentes no tenían recursos como para comprarse una Mac. Tampoco los escritores, a decir verdad. Aquello degeneró en una breve colección de frases como: “Uy, quisiera yo, pero pues ya ven...”

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Nadie, entonces, que no sea un neófito absoluto, se preocupará por la plataforma en que alguien escribe como si fuera un tema literario principal. Primero, porque la literatura tiene algo así como cinco mil años de historia y los brincos de las tablillas de barro a las pieles curtidas, del papiro al pergamino, de la imprenta a las máquinas de escribir y los dictáfonos y, desde hace años, a las computadoras, tabletas y demás, pueden conformar un relato curioso, interesante, quizá útil para entender contextos y tiempos, pero no cardinal. Y segundo, porque en este momento la importancia de las plataformas estriba tanto en las máquinas o herramientas físicas en sí como en el programa específico que se utilice, lo que complica el asunto a niveles importantes. Hay, por ejemplo, numerosos programas para procesar palabras, con alcances más o menos similares. Y, desde hace algún tiempo, también diversos programas que tratan de ayudar en otro nivel al que escribe, al menos en el caso de la ficción. Con utilidades de “agenda”, con la posibilidad de hacer mapas conceptuales, llevar una continuidad de escenas, desglosar personajes, recibir recordatorios de “pendientes”, etcétera. Algunos son absurdos, evidentemente pensados por programadores sin idea alguna del trabajo literario. Otros están un poco mejor encaminados. Ninguno ha resultado esencial ni revolucionario. Vaya: no hay un Homero del siglo XXI que haya roto la historia de la literatura gracias a un software innovador. Ni, probablemente, aparecerá. Las plataformas tienen una importancia innegable en cada caso y época. Pero lo importante de la literatura siempre estará en otra parte: en la cabeza de los que escriben. Y esas evolucionan a otro ritmo.

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