Sábado, 04 de Mayo 2024
null
Jalisco

Prometen más apoyos a víctimas del 22 de abril

El Ayuntamiento de Guadalajara planea la dispersión de cuatro millones de pesos anuales para 98 sobrevivientes

El Informador

En memoria de las víctimas de las explosiones del 22 de abril de 1992, ayer se ofició una misa en el templo de San Sebastián de Analco. En las primeras filas destacaron personas en sillas de ruedas, con amputaciones y portando camisetas con la leyenda “¡Justicia!”. Todos escucharon la homilía, en la cual el padre aseguró que, pese a la tragedia, el hecho permitió a los habitantes del barrio fortalecer sus lazos y ver la vida desde una óptica de respeto y amor. Después de la misa, durante un acto conmemorativo en el monumento “Estela Contra el Olvido”, la presidente de la agrupación Lesionados Sobrevivientes de las Explosiones, Lilia Ruiz Chávez, lamentó que les han negado la atención médica y los insumos ortopédicos. Y criticó que hasta el momento no hay culpables en la cárcel. “Todos se lavan las manos”.

A 31 años de la tragedia, el alcalde Pablo Lemus afirmó que para garantizar que las víctimas continúen recibiendo recursos por medio del fideicomiso, desde el Ayuntamiento se impulsará un punto de acuerdo para comprometer la dispersión de cuatro millones de pesos anuales. Recordó que, como compromiso de campaña, prometió duplicar el monto que aportaba la alcaldía a este fondo para 89 personas.

En la bolsa del fideicomiso, el Gobierno de Guadalajara aporta esos recursos, mientras que el Gobierno de Jalisco participa con dos millones de pesos, más otros siete millones para insumos médicos gratuitos.

A 31 años de la tragedia, los afectados asistieron al parque de San Sebastián de Analco para dejar una ofrenda por las víctimas. EL INFORMADOR/A. Camacho

Regresa apoyo a víctimas en formato de salario mínimo

Tras diferentes manifestaciones debido a ajustes en la operatividad del fideicomiso que resguarda y reparte el dinero que se brinda de manera mensual a las víctimas de las explosiones, el titular de la Secretaría de Gobierno de Jalisco, Enrique Ibarra, resaltó el cambio de nueva cuenta a un sistema que pague con base en el salario mínimo.

Expuso que el gobernador del Estado optó por escuchar las necesidades de los afectados y regresar los aumentos conforme al costo del salario mínimo y no de la Unidad de Medida y Actualización (UMA).

“Ahora, en lugar de incrementar mil 215 pesos en los apoyos mensuales, para pasar de 15 mil 558 a 16 mil 774, recibirán un aumento de tres mil 111 pesos. Esto significa un apoyo mensual de 18 mil 669 pesos para este 2023”.

Por su parte, la senadora por Movimiento Ciudadano, Verónica Delgadillo, afirmó que ante la tragedia que continúa marcando las vidas de los tapatíos, es necesario que más allá de los Gobiernos, los responsables por la tragedia se hagan cargo.

Afirmó que este lunes subirá al pleno del Senado de la República para hacer un exhorto a la empresa Pemex para responsabilizarse por lo ocurrido y comenzar a pagar indemnizaciones.

Las explosiones del 22 de abril de 1992 en el barrio de Analco en Guadalajara marcaron la historia de la ciudad. 

Una fuga de gas dejó más de 200 muertos, según datos oficiales, y cientos de sobrevivientes que 31 años después aún recuerdan y padecen los estragos de la tragedia.

De acuerdo con la versión difundida por los Gobiernos estatal y federal, el derrame de gasolina que llegó hasta el sistema de alcantarillado del Sector Reforma de la ciudad, generó la concentración de gases inflamables que no pudieron dispersarse e hicieron explotar el colector de la zona.

Hay críticas porque nadie está en la prisión.

CONFLICTO

En el homenaje, los afectados se confrontan

Con motivo de la conmemoración del 31 aniversario de las explosiones del 22 de abril en la colonia de Analco en Guadalajara, se llevó a cabo un acto honorario en donde distintos grupos de afectados por las explosiones se enfrentaron.

El evento en la “Estela contra el Olvido” fue presidido por el alcalde tapatío, Pablo Lemus Navarro, así como el secretario de Gobierno de Jalisco, Enrique Ibarra,  y la representante de la asociación civil Lesionados Sobrevivientes de las Explosiones de 1992, Lilia Ruiz Chávez, quien fue objeto de acusaciones por parte de terceros.

Héctor Peña acusó a la fundadora de la asociación civil de presuntos actos de corrupción para beneficiar a unos cuantos con el recurso que se cobra por parte del fideicomiso estatal para la atención a las víctimas y sobrevivientes de las explosiones.

Afirmó que son más los afectados que no son reconocidos como víctimas ni reciben recursos por parte de los diferentes niveles de Gobierno, mientras que unos cuantos se benefician de la tragedia.

Agregó que no se busca que se les adhiera al fideicomiso, sino que este tipo de eventos públicos y sus representantes dejen de realizarse, ante una situación “injusta y corrupta” a más de tres décadas de ocurrida.

CRÓNICA

La ciudad de Guadalajara dio una mano a todos los afectados de la tragedia en el Sector Reforma. EL INFORMADOR/Archivo

“Yo perdí a mi bebé”

Cuando Graciela Díaz se despidió de su esposo Eduardo la mañana del 22 de abril de 1992, no sabía que en ese beso de despedida dejaba también todo lo que había sido su vida, y todo lo que era el mundo como lo conocía hasta entonces. Se habían casado un año antes, el 2 de febrero de 1991, después de unos amores largos que habían iniciado desde la infancia, y entre las calles del barrio de Analco.

“Andábamos por los mismos lados”, recuerda Graciela. Eduardo había crecido en las calles de Gante y Analco, toda su familia llevaba ahí desde siempre, mientras que la abuela de Graciela, la mujer de su vida, vivió en Los Ángeles y después en Bartolomé de las Casas, en el mismo sector de Guadalajara.

Para abril de 1992, Eduardo y Graciela vivían en la eclosión feliz del matrimonio reciente. A Graciela le faltaban pocos meses para dar a luz a su primer hijo, ambos tenían un trabajo estable, y en ese instante lo único que esperaban del futuro eran prosperidades. La vida les tenía deparados otros planes.

El 22 de abril de 1992, como todas las mañanas, Eduardo y Graciela se encaminaron rumbo al Sector Reforma. Su casa estaba en Loma Dorada, pero su rutina diaria giraba en torno a Gante, pues ahí vivía la madre de Eduardo, sus hermanos, y la familia entera. Una noche antes, Eduardo le había comentado a Graciela una situación particular que se vivía en Gante: toda la calle apestaba a gasolina, el agua potable de las casas salía mezclada con gasolina, y Eduardo había visto cómo las cucarachas salían moribundas de los registros, el drenaje, y las alcantarillas. La mañana del 22 de abril, Eduardo dejó a Graciela en su trabajo, en una tenería ubicada cerca de R. Michel. 

Eduardo, por su parte, antes de dirigirse a su respectivo trabajo, se encaminó a Gante, a la casa de su madre, pues sus hermanos más pequeños estaban solos. 

Poco después de las 10 de la mañana, la tenería donde trabajaba Graciela fue sacudida por un estallido remoto. Al principio pensaron que era un transformador que había tronado, porque fue un sonido parecido, y con esa certidumbre continuaron sus labores. Estaban equivocados. Unos minutos más tarde, R. Michel se llenó con una marabunta de personas que corrían, gritaban, y lloraban. Familiares y amigos de los trabajadores de la tenería fueron a informarles que había explotado, y que la situación era crítica en la ciudad. A como le fue posible con su vientre de embarazo, Graciela corrió para llamar al trabajo de Eduardo y saber cómo estaba. Le contestaron que Eduardo no estaba, que había salido, y que se había dirigido para Gante, justo donde había explotado. Graciela sintió que se moría.     

Ayuda

Una tía con la que trabajaba en la tenería ayudó a Graciela. El propósito de Graciela era dirigirse a Gante, saber cómo estaban Eduardo y el resto de la familia. Pero fue imposible. Guadalajara estaba hecha un caos, con personas corriendo por todas partes, las patrullas y las ambulancias resonando al unísono, y los militares espantando a todo el mundo con sus marchas de terror. No había certeza de nada; nadie sabía nada, y se creía que toda la ciudad explotaría. A Graciela le fue imposible aproximarse a Gante, y en lugar de ello su tía la llevó con sus padres. Una vez con ellos, Graciela les exigió que la llevaran a Gante, y no hubo poder humano que la hiciera cambiar de opinión. Era una época sin celulares, sin redes sociales, y las líneas telefónicas estaban caídas. No había modo de saber el paradero de nadie. Sus padres, a regañadientes, aceptaron. 

Cuando Graciela llegó a Gante, sintió que sus terrores más profundos se confirmaban al ver la destrucción. No había calle. No había casas, vecindades, ya no había barrio, sino cerros de escombro, gente gritando, llorando, gente ensangrentada, cubierta de polvo, y un desorden que parecía del fin del mundo. Guadalajara estaba cedida a la muerte. El vientre de Graciela se le paralizó en una cuchillada de horror que la dejó aterida.

Lo primero que pensó fue que Eduardo y el resto de la familia estaban muertos. Era imposible que hubieran sobrevivido ante la realidad de aquel panorama devastador. Graciela quiso internarse a la calle, pero los militares se lo prohibieron a causa del embarazo, y sólo le permitieron el acceso a su padre. 

Cuando regresó, después de un rato, el pavor sólo aumentó en Graciela al ver que estaba llorando. Su padre jamás lloraba. 

Tragedia

Graciela lloró toda la noche. El vientre se le había paralizado, como si en las entrañas tuviera hielo. Al día siguiente, después de su madrugada de martirio, sus padres la llevaron al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), porque ya no toleraba el dolor. Los enfermeros le dieron a Graciela un diagnóstico simplista: el vientre le dolía por el susto de las explosiones, eran contracciones naturales a causa del espanto, y la regresaron por donde vino. Sus padres volvieron a llevarla a Gante, y ahí los familiares le informaron que Eduardo estaba a salvo. No se encontraba presente, no lo habían visto recientemente, pero le aseguraron que estaba a salvo. No obstante, era lo mismo, pues Graciela no lo había visto.

Eduardo se había quedado en Gante sacando cuerpos de los escombros. Él sabía que Graciela estaba a salvo, pues un amigo en común le confirmó que se le habían llevado a la casa de sus padres. De modo que, sabiendo que su esposa estaba viva, Eduardo se quedó en la calle, día y noche, sacando los cuerpos de sus amigos, de los hijos de sus amigos, de sus vecinos, de la gente con la que creció y compartió su juventud. No se movió de Gante. Tres días después pudo volver a ver a Graciela. Se encontraron en la calle; Eduardo seguía sacando cadáveres de los escombros cuando su esposa llegó a Gante, acompañada de sus padres. Corrieron el uno a la otra, se abrazaron, y rompieron en llanto. Graciela no reconoció a su esposo: ya no era el mismo del que se había despedido tres amaneceres atrás. Aquella noche Eduardo no durmió. 

Efectos

Los terrores nocturnos no fueron la única consecuencia con la que tuvieron que lidiar. Cuando Graciela regresó al Seguro para que le hicieran chequeo por el embarazo, los médicos le informaron que su bebé no había crecido. Que, por el susto de las explosiones, no registraba crecimiento. Para junio, comenzó a sentir un dolor constante que le petrificaba el vientre, pero los doctores del IMSS la trajeron de arriba para abajo a causa de diagnósticos incongruentes. Cuando el dolor ya era insoportable, el doctor le pidió que caminara, y en su andar sin rumbo Graciela sintió que el vientre se le volvía de piedra. El doctor le dio un dictamen inesperado. “Ya se te murió”, le dijo. “Ya se te murió el bebé”. Cuando aquello finalizó, le preguntaron que si quería conocerlo. “Me tocó verlo”, dice Graciela. “Era un niño gordito, greñudo, bonito”. Lo agarro y no lo podía creer que estaba muerto.

Le confirmaron a Graciela que, con el susto que vivió en las explosiones, con el horror ininterrumpido de tres días seguidos, con el desaliento de no saber dónde estaba su esposo, al bebé se le había enredado el cordón umbilical en el cuello.  “Lalo y yo teníamos un año y cachito de casados. Era nuestro primer bebé”, recuerda Graciela. El dolor sigue tan fresco como hace 31 años. “Yo pienso… pobres de los papás que se les mueren los hijos grandes. Porque no estás preparado para entregarlos. Pero igual duele que se te vaya uno chiquito, porque era la ilusión. Yo me imagino a cuántas personas se les siguió muriendo gente. O sea: las consecuencias, las personas que se quedaron atrapadas y no las sacaron a tiempo, que se quedaron en los hospitales, que ya no regresaron con su familia”.