Viernes, 19 de Abril 2024

Alegría es encontrar una joya escondida

Una valiosa joya fue volver a descubrir la presencia de aquella linda personita, rodeada de cosas bellas en su pequeña casa que brillaban igual que ella

Por: Pedro Fernández Somellera

La pintura desaparecida. EL INFORMADOR/ P. Somellera

La pintura desaparecida. EL INFORMADOR/ P. Somellera

Hace años, tenía un despacho de diseño que iluso, lo creía muy exitoso. Arquitectos, diseñadoras, dibujantes,  vendedores de muebles -todas gentes muy valiosas- pululaban por las salas de trabajo, y mucho les apreciaba que llegaran hasta mi escueta mesa oval de madera -diseño de Florence Knoll por supuesto- para preguntar mi parecer sobre el desarrollo de algún -según yo- fantástico proyecto.

Sobre esa mesa, siempre tenía una revista de National Geographic abierta, en donde aparecían un par de hermanas muy bellas, fotografiadas en alguna de las islas de la polinesia. Esa imagen hacía viajar mi imaginación, y le daba vuelo a mis ilusiones como viajero irredento. Con solo ver la foto, mis entelequias como explorador viajaban -por unos segundos- hacia esos lugares exóticos. Sueños que eran interrumpidos con la solicitud de opiniones arquitectónicas que me demandaban. Siendo así, no me quedaba más que poner una piedra cabalística (me fascinan las piedras) como señalamiento de la página abierta, para aterrizar en la realidad de las formas, colores y proporciones que hacían volver a instalarme dentro de mi humanidad real (¿?).

Un buen día, la famosa revista desapareció de mi mesa y, curiosamente la sorpresa de no verla no me hizo vociferar imprecaciones para aclarar el suceso. Los días pasaban y ni revista ni comentario alguno se vislumbraban por ningún lado. Aunque el silencio de mi parte se hacía incómodamente patente, nadie había notado desconcierto alguno. A nadie le iban ni le venían los sentimientos personales involucrados en la imagen de una revista como cualquier otra, que se había extraviado entre los ires y venires del despacho.

Una mañana, la revista volvió a aparecer sobre la mesa como si nada, y con la piedra colocada sobre ella. Mi desconcierto se quedó en silencio agazapándome ante la escena que sospechaba vendría en seguida.

Un par de horas después, una respetuosa belleza se presentó en mi despacho. En primer lugar pidiendo disculpas por el robo, y en segundo, sosteniendo en sus manos un dibujo al pastel que ella había hecho reproduciendo la imagen que sabía que tanto me gustaba. Desconcierto, asombro, agradecimiento, admiración ante tal perfección se agolparon en mi cabeza y en mi espíritu.

La vida, a veces da premios. Ahora sentía que estaba siendo premiado. Rocío Vargas se llamaba aquella belleza que me estaba dando un poquito de la vida que sabía que tanto me gustaba. Los precisos trazos de pastel sobre una cartulina café, debidamente enmarcados, hasta la fecha están atesorados en la pared más importante de la sala de la casa.

El tiempo pasó. Los caminos fueron diferentes. La vida siguió siendo vida… y Rocío se me perdió de vista.
En estos días decidimos visitar Los Guayabos; un lugar en donde las casas se pierden en el panorama y hablan de la paz que se respira, y de la bonhomía que se siente al estar a razonable distancia del ajetreo de la vida actual. Una casita muy pequeña en una esquina, llamó nuestra atención por algo muy especial que se sentía; sin embargo seguimos nuestro camino hasta los bosques que estaban más delante.

Nacho Aldana, camisola de mezclilla, barriga como debe ser, y barbas de profeta bajo un maltrecho sombrero de paja, fue quien nos recibió con una sonrisa y una alegría que iluminaba el ambiente. Abrazos, reconocimientos, cariño y buenas ondas se mezclaban con el sonido de las hojas de roble secas que distraídamente pisábamos entre plática y plática.

Oye Nacho, le pregunté interrumpiéndolo ante lo que nos quería mostrar. Todo lo que nos quieres enseñar nos encanta, pero… la casita de la entrada que tiene un sentimiento tan especial… ¿de quien es? Pos’ mía me contestó… tengo muchos años viviendo en ella con Rocío y con nuestros hijos.

Rocío… ¿Rocío Vargas? quien ¿además de haberme robado una revista, nos ha hecho gozar por tantos años con la pintura de las niñas en la sala de mi casa? Efectivamente, me contestó. Le voy a hablar para que los espere, y puedan platicar de tantas historias que han pasado en tanto año sin verlos.

La pequeña casita, como si estuviera celosa, se opacaba ante la presencia de Rocío que ya nos esperaba discreta y en silencio, frente al portón de entrada. Treinta y tantos años de no vernos, se hicieron un instante cuando nos invitó, con el pretexto de ver lo más reciente de sus trabajos, a recordar tiempos pasados. Una joya. Una valiosa joya fue volver a descubrir la presencia de aquella linda personita, rodeada de cosas bellas en su pequeña casa que nos consta que brillaba -igual que ella- llena de paz y de alegría, de arte y de bonhomía.

Si es una suerte encontrar una joya caminando por la vida, volver a encontrar a Rocío… es una alegría.

DR

  

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