Viernes, 29 de Marzo 2024
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Los arquitectos y sus aprendices frente al desastre de los temblores

Por: Juan Palomar

La primera responsabilidad de un arquitecto es que sus construcciones no se caigan. Sin esta condición, el primer valor social o útil del oficio ni siquiera está cumplido, por lo que los demás aspectos de una obra son irrelevantes. Tal obra no es arquitectura. Vitruvio lo repitió una y otra vez: una de las tres condiciones de la arquitectura es la de la firmitas. Sin esa firmeza, ni la comoditas ni la venustas (belleza) tienen sustento. Están huecas.

De nada vale esconderse tras el trabajo del calculista, del especialista en mecánica de suelos, del encargado de construir la estructura, de los directores responsables de obra. La verdadera labor del arquitecto es saber, coordinar y asegurarse de que su proyecto tenga bases firmes, resistencia y duración. Que logre coordinar el correcto funcionamiento y desempeño del equipo de la obra para dar con ésta, por lo menos, seguridad para sus usuarios.

Por demasiado tiempo muchos arquitectos se han desentendido de esta responsabilidad, limitándose a generar “diseños” más o menos vistosos. Así, muchas construcciones de la cabal y moral  responsabilidad de los arquitectos simplemente “se cayeron” como resultado de los sismos de los pasados días.

De allí que todas las escuelas de arquitectura del país, sus maestros, alumnos y directivos, deberían estar profundamente concernidos por los acontecimientos. En primer lugar, en ver cómo ayudan en algo para los inmensos y urgentes trabajos de reconstrucción de pueblos y edificaciones específicas afectadas. En segundo lugar, en procurar extender sus trabajos normales a la asesoría y apoyo de las construcciones informales o realizadas sin el debido auxilio técnico capaz de darles a éstas un mínimo de solidez. Es una ingente labor que no por eso debe de soslayarse. 

Ante estos hechos, las preocupaciones esteticistas y el cultivo de las modas que en tantas escuelas y despachos se practican resultan absolutamente frívolas, aun irresponsables. A la luz de las tragedias en curso, de los cientos de miles de viviendas arruinadas y por construir, de los pueblos descoyuntados y sus infraestructuras lastimadas, pareciera evidente la responsabilidad que el gremio de los arquitectos acudiera a ayudar en todo lo posible. Con urgencia, con eficacia y sin ningún tipo de protagonismo. Y cuánto más los aprendices en ciernes: tienen ante ellos la gran oportunidad de conocer los límites del oficio que buscan abrazar.

Escuelas de arquitectura, colegios, academias, arquitectos independientes; todo el conjunto de los generadores de espacios construidos habitables –desde la región hasta la casa– tienen ante sí una grave obligación. La de revisar sus prioridades, la de asumir su papel como responsables de los ámbitos edificados, la de acudir al llamado de la necesidad de la población y anteponer este esfuerzo a la indiferencia, la frivolidad, la irrelevancia que han hecho, por cierto, del gremio arquitectónico formal algo superfluo para una aplastante proporción de los verdaderos requerimientos espaciales de la población. Es un gran reto.

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