Sábado, 20 de Abril 2024

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Invasión

Por: Eduardo Escoto

    Mucho se ha hablado últimamente de las acciones que el gobierno de Guadalajara y algunas organizaciones ciudadanas han promovido con el fin de controlar los niveles de contaminación auditiva provocados por el uso de música –grabada o ejecutada en vivo- con altos niveles de presión sonora. Este problema es apremiante, aunque largamente desatendido, como lo demuestra la desactualización en que se encuentra su regulación y mecanismos de seguimiento.

    Dados los grandes intereses en juego, la polémica se ha centrado en los bares, restaurantes, discotecas, salones de eventos y demás giros acostumbrados a ignorar cualquier regulación al respecto. No obstante, el problema de este tipo de ruido es amplio, diverso, cotidiano y se encuentra culturalmente enraizado. Cualquier local comercial, espacio de reunión o casa vecina puede convertir una determinada música en una fuente de contaminación sonora.

    Pero ¿cuál es la particularidad de esta clase de ruido? En sí, se trata de que la música es entre muchas otras cosas un sistema identitario, una manifestación expresiva y una elección estética, que al hacerse presente contra la voluntad de otros invade un entorno psíquico ajeno, lo ocupa y lo somete.

    Se ejerce un dominio sobre el sistema cognitivo de individuos ajenos a la decisión de emplear la música con una función específica. No se trata sólo de los posibles daños fisiológicos, sino de la transgresión de una frágil barrera personalmente delimitada.

    Así, una manifestación expresiva se convierte en una forma de tortura, afirmación que no incurre en ninguna exageración y sobre la cual hay numerosos ejemplos históricos, uno de los más famosos: el uso de música rock a elevado volumen por parte del ejercito norteamericano para hacer salir al general Noriega de la embajada del Vaticano en Panamá, donde se hallaba sitiado a principios de 1990.

    Casos extremos como aquél funcionan en realidad de la misma forma -aunque a escala- en situaciones que se toman como normales por lo comunes que resultan. Un ejemplo claro es la inclusión de publicidad audiovisual en los autobuses del sistema macrobús. Sin poder elegir al respecto, el pasajero se vuelve un rehén al ingresar a la unidad, quizá pueda no mirar las pantallas instaladas, pero no podrá evitar recibir los insistentes mensajes que se repiten en ciclos cortos, intercalados con música de éxito comercial –que seguramente no es del agrado de todos- y supuestas cápsulas de divulgación cultural de mínima calidad.

    Hechos de este tipo también deberían estar regulados en el marco de campañas oficiales que busquen minimizar la contaminación acústica.

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