Jueves, 25 de Abril 2024

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Diario de un espectador

Por: Juan Palomar

Diario de un espectador

Diario de un espectador

Atmosféricas. El patio de los naranjos del Hospicio Cabañas es uno de los más bonitos espacios de la ciudad. Sin gente, desierto, es mejor. Pero no, era mucho más entrañable cuando los niños hospicianos correteaban por más de siglo y medio por allí. Ignacio Díaz Morales una vez, cuando arregló el Hospicio, puso en tal patio dos pequeñas y magistrales fuentes. Algún torpe decidió quitarlas: deben ser reintegradas. También fue bonito el recinto hace dos noches cuando más de dos millares de gentes se congregaron alrededor de los naranjos para celebrar la vida, los proyectos, los amores y los sueños de cincuenta generaciones de la Escuela de Arquitectura del Iteso, Universidad Jesuita de Guadalajara, a mucha honra. Todos los patios del Hospicio, los veintitrés portentosos espacios abiertos que Manuel Tolsa proyectó y José Gutiérrez ejecutó, tienen un misterioso influjo sobre todos los patios y los jardines que en esta ciudad han sido: en el jardín y los patios que el maestro jardinero cuida, por ejemplo, algo trasluce la liviandad de los arcos tolsianos, los arrayanes que por allá quedan, el contenido y desmesurado deseo de ver siempre pasar las estrellas…

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Fin de saison au yacht club. Una tristeza ya conocida y dulce descendía sobre la larga temporada, sobre los dos meses de sol y viento, de velas tensas, de surcos líquidos para brincarlos en los esquís, de arteras muchachas en flor que hacían del chocolateado, en jardines transidos por el olor de los jacalasúchiles, la más cruel y deliciosa de las torturas; de bailes en donde la ruleta rusa todo el tiempo funcionaba: ¿querrá la niña bailar? Y los nervios de punta, la adrenalina haciendo su trabajo, y las hormonas. Subir el cerro de la Cruz, ir a caballo al Tepalo, acogerse a la maravillosa hospitalidad de doña Aurorita Arzapalo y dejarse querer por una de las más finas y bondadosas señoras que haya habido. Y las fiestas de los quince años, los fugaces noviazgos, el deslumbramiento ante la arquitectura de Guillermo de Alba, de Luis Barragán… Las bicicletas, por supuesto, eran para el verano, y bandadas de muchachos hacían excursiones a San Nicolás y más allá. Subidas a la capilla de Lourdes para recogerse frente a la Virgen que siempre estaba esperando en su gruta. Por allí había una casa con un legendario y enorme cocodrilo. El azul tornadizo de la laguna, las tormentas peregrinas, puntuaban los días. La ronca guitarra de Paco Martínez Negrete and the blows against the empire tan prendidos y desesperados que terminaron por matarlo. Binoculares para, desde el fondo de la calle, desde la ventana de la casa paterna, atinar a ver pasar a la princesa como una centella de oro. Desde entonces, la gente que se conoce se divide en dos bandos: los de las temporadas en Chapala y los que no. Marcados fuimos de por vida. Ni modo.

Mi corto, tibio, melancólico, bienhechor verano, que dijo Nietzche. Era, es el mantra.

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Camino a San Gabriel va tomando presencia la casa. Apenas se hincan los muros de piedra, el tanque encuentra su lugar junto a una pérgola que parece se va a llevar el viento. Patios y patios que comienzan a respirar. Un divisadero para mirar el aire, es todo. Edward Burian deambula por los jardines, piensa cosas, hace comparaciones, come un pollo estupendo, se enchila, da su veredicto al final. La señora Blanca hace los principescos honores, y el bebedero de los pájaros peregrinos espera al primer caballo sediento. Una casa que no es nada, salvo el tiempo que pasa; nada, nomás el testimonio de la breve combustión que es esta vida. Una ranchería para hermanarse con la lluvia y pedir la clemencia del cielo protector, una levísima muesca en el universo, la siempre infinitamente inútil búsqueda de decir: aquí hemos estado, por aquí pasamos un día, aquí quisimos durar y emborracharnos de vida y de gozo y de tristeza, soñar con nunca morirnos. Tras algunas búsquedas da al final el visitante con un sótano tallado en la piedra viva: riachuelos de agua conducen a un mínimo estanque las lágrimas que siempre llorará la roca hendida. Por eso habrá que beber allí por la misericordia y la piedad de la tierra que así ha sido hollada: y por las mujeres y su sangre de veneno y miel. Primer jardín con olivos, cedros, arrayanes. Primera plaza fuerte para los limonov zapoi… 

 (Foto y cita de Alberto Kalach)

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Bal de têtes. Es tan pronto el otoño y los árboles habrán de perder todas sus hojas bajo el viento aleve. Es tan pronto y las muchachas deslumbrantes de ayer, las que incendiaron la sangre, son ahora matronas dignas, abuelas con anteojos y prendedor. En alguna parte de En busca del tiempo perdido se halla un largo fragmento en el que Proust describe con minucia la última fiesta de la Condesa de Guermantes. Es muchos años después y Marcel repara en las arrugas irrefrenables, los tics adquiridos por la usura del tiempo, las dentaduras postizas y las calvas con peluquín, los pechos otrora trigarantes ahora flácidos, derrotados. La falsa dignidad, la respetabilidad de cartón piedra, los gestos ensayados como para una opereta, la cordialidad de pacota. Y también la sabiduría humildemente decantada por los quebrantos que a todos depara el trayecto, la pasmosa belleza de las tan pocas mujeres que aprendieron, como cierta princesa, a envejecer con gracia; la nobleza de los abrazos de amigos largamente perdidos, el modesto silencio de quien de veras sabe compartir con los demás una fiesta, un velorio, una corrida de toros o un café. Pero viene el otoño, pues, y va dejando atrás vacíos y evidencias del final ineluctable. La gravedad recuerda más a menudo el viaje al centro de la tierra que habrá de contentarse con un trayecto de tres metros al fondo de la fosa. Pero hoy es siempre todavía y brilla la noche con las risas que no han envejecido, y vuelven a ser las muchachas encantadas cuya nostalgia impulsó a Ulises, el de las mil argucias, a regresar a los brazos de Helena, a construir por el camino algunas torres, unas casas discretas, una veleta que por siempre señalará el futuro que despunta. Proust no termina diciendo, pero se intuye que hubiera querido hacerlo, que no encontró en el mundo ningún otro material para construir una obra imperecedera que su nostalgia viva, imbatible, ardiente. Fuegos que fueron, que serán.

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Va una versión del poema que sirve de letra a una canción de Dominique A.

Immortels
jamás te lo he dicho
pero somos inmortales
por qué te fuiste
antes de que te lo enseñara
o lo sabías ya
o habías adivinado
qué dioses se escondían
detrás de nuestras caras arruinadas
todos los besos recibidos
ya sabías que duraban
que mordiéndose la boca
regresaba el sabor
y que habría sangre
que nunca secaría
y me dabas la mano 
para beberla
no te lo he dicho nunca
pero somos inmortales, inmortales, inmortales

has pensado a veces
que nada terminaría
y que tanto que allí se estuviera o no
de todos modos allí nos quedamos
y tú que no estás más
es como si estuvieras
más inmortal que yo
pero te sigo de cerca
no te lo he dicho jamás
pero somos inmortales, inmortales, inmortales

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