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Justicia social para lograr la independencia

El próximo 21 de septiembre se cumplirán 201 años de la consumación de la Independencia. Desde entonces, han sucedido muchos acontecimientos: tres revoluciones, dos guerras mundiales e innumerables crisis económicas, políticas y sociales. A finales del siglo XVIII y principios del XIX, las colonias -la Nueva España entre ellas-, luchaban por ser independientes. Las élites locales suponían que separándose de las metrópolis lograrían la ansiada libertad. Se pensaba que la capacidad de autodeterminación era consubstancial a la independencia, que el desarrollo llegaría solo y que la felicidad se encontraba en acceder a ese espacio idealizado en el que reinarían la justicia, la equidad y la armonía.

Ilusos. Qué lejos estaban de la realidad. La independencia de las colonias se promovió y financió por los países más poderosos, que disputaban el control de las rutas comerciales, los mercados y los territorios coloniales liberados. “América para los americanos,” dijo James Monroe, autor de la doctrina que lleva su nombre y ¡oh paradoja!, resulta que los “americanos” hablaban inglés y lo siguen hablando. El propósito de mantener bajo su dominio a las naciones emergentes prevaleció en los centros de poder real y nosotros, confundidos por nuestras ilusiones y complejos, nos enfrascamos en luchas fratricidas alentadas desde el exterior. Fuimos incapaces de acordar los términos sobre los que se desarrollarían nuestras instituciones y nos limitamos a copiar los documentos fundamentales de los países dominantes. Carentes de la civilidad necesaria, nos dedicamos a descalificar a los otros, a los que pensaban diferente. Como resultado, se vivieron largos años de inestabilidad e incertidumbre.

Han transcurrido más de doscientos años. El mundo es el mismo y, sin embargo, es diferente. Muchos paisanos ignoran cómo se fue construyendo nuestra nación, e incluso, desestiman el pasado. Los apremios de la vida moderna dificultan el conocimiento de la ruta seguida para llegar a donde estamos. La realidad evidencia diferencias notables entre los mexicanos de ayer y de hoy. Los comportamientos personales y colectivos han sido influidos por la omnipresencia de la tecnología, la proximidad de lo distante, la movilidad de personas, bienes y servicios, del mismo modo que su producción y distribución. Y ¿qué decir de la modificación de nuestros hábitos de consumo inducidos por el comercio?, el gran motor de las transformaciones sociológicas y culturales de la humanidad. Hoy, los valores prevalecientes hace no muchos años han sido substituidos o están en proceso de modificarse; ejemplos de ello son el nuevo rol de las mujeres, las diferentes formas de entender la sexualidad y el respeto a la diversidad. Todo ello obliga a repensar hacia dónde vamos en un mundo que navega a velocidad de vértigo, en el que la independencia, al margen de la mejora de las condiciones de vida de las grandes mayorías, es inexistente.

Valdría la pena que, a tan sólo dos siglos de vida independiente, le dedicáramos unos minutos a pensar cómo lograr que todos los mexicanos tengamos acceso a los bienes materiales y culturales propios de las naciones desarrolladas. Ahí está la verdadera independencia.

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