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El día que me quedé estupefacta

Hace más o menos diez años, justo cuando terminaba el verano, por razones personales me encontraba yo en la poco amable, muy calurosa, pero siempre maravillosa e impresionante Nápoles donde se celebraba una de esas cumbres mundiales en las que entre políticos y académicos se abrazan, estrechan manos, chocan copas, hacen como que se escuchan y luego siguen sus caminos tan distintos por un lado y tan parecidos por otro. Aquel evento transcurrió en las instalaciones del masivo recinto ferial “Mostra D'Oltremare” fuera del casco viejo de la antigua ciudad y justo detrás del mítico estadio de fútbol donde el ídolo de masas Maradona hubiera hecho rugir a un pueblo entero. El evento si no recuerdo mal, tenía que ver con vivienda, así que alcaldes -en su mayoría- provenientes de Latinoamérica o países en vías de desarrollo exponían sus preocupaciones y pequeñas victorias acompañados de, como decía en un principio, estudiosos que los habían llevado de la mano focalizando pequeñas estrategias en pos de su ciudadanía. 

Aquella semana, un tanto ajena para mí, transcurrió como un sueño extraño en el que veía a diestra y siniestra abrazos entre hombres con fuertes palmadas en la espalda, trajes sastres de dos piezas híper propios en mujeres con faldas apenas arriba de la rodilla, aperitivos italianos con enormes bolas de queso mozzarella que chorreaban suero, cenas eternas y bastas, miradas crípticas, en fin, un mundo del que no volví a ser parte pero del que yo estaba encantada de ser su turista.

Un día, esperando entre pasillos, conocí a un señor de unos cincuenta y largos que se fascinó por mi nombre, era un iraní con un inglés perfecto y un muy fluido español, crecido en Teherán y estudiado después en las grandes capitales del mundo occidental quien después volvió a su patria a trabajar como internacionalista para el gobierno de su país. En pocos minutos, platicábamos como grandes amigos y entre algunos latinoamericanos (todos hombres) y yo curioseábamos cautelosamente sobre la situación de su país. Pregunté y nos habló abiertamente de la situación de las mujeres en su familia, de lo duro que habían sido los últimos años en términos sociales y políticos y que él como trabajaba para el ala progresista, tenía fe en que todo cambiaría “pronto”. 

En cuanto nuestra conversación transcurría, su junta estaba cada vez más próxima a empezar cuando de pronto, me advirtió a mí en particular y con una voz completamente distinta: en cuanto lleguen mis jefes, no podré verte a los ojos, no podré despedirme de ti, no podré contestar a lo que me digas y sería mejor todavía si bajaras la cabeza y te colocaras detrás de otro hombre para no molestarlos. Luego añadió: me encantó platicar contigo, espero entiendas que esto, es solo cultural, en Irán no habríamos podido ni siquiera tener esta conversación. Yo estaba estupefacta. No pude decir nada. No tuve derecho a decir nada, no sabía que alguien podía anular la humanidad de otra persona de manera tan tajante como en ese momento lo había experimentado yo. Las imágenes de Irán me han conmovido hasta las lágrimas. El miedo, poco a poco va cambiando de lado, qué días más llenos de esperanza.

argeliagf@informador.com.mx • @argelinapanyvina

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