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El coraje que se ocupa para vivir en ciudad abierta

Es bastante usual que en los medios de los nuevos ricos y de las clases aspiracionales haya sorpresa al encontrarse a quien elige todavía vivir en ciudad abierta, no en “cotos”. “¿Cómo así? Con tantos peligros, tanta inseguridad, tan chafa?” Así se expresan a veces los orondos habitantes de los “cotos”. Ésos que para estar seguros se rodean de murallas electrificadas, alambres de púas, y un gendarme que sabe todas sus idas y venidas. Esos que con demasiada frecuencia son vecinos de capos, capitostes y capitos narcos, con lo que la probabilidad de que se arme una balacera es ventajosa. Esos que sufren “inside jobs”: robos domésticos a cargo de los propios vecinos. Esos cuyas vidas pasan bajo el escrutinio implacable de los demás vecinos: ¿qué coche se compró y por qué tan corriente (cero “Premium”)? ¿Por qué llegó tan tarde y  haciendo eses? ¿Ya se pelearon otra vez? ¿Y por qué traen a los chiquillos tan chamagosos y sin ropa “de marca”? ¿Quiénes eran esos invitados tan vulgares? Y así al infinito dentro de su armoniosa convivencia. Esta es la actual vida aspiracional tapatía.

La seguridad, todos lo sabemos es básica. Pero no a costa de una seguridad aún más importante: la espiritual, la que da el pertenecer realmente a una comunidad integrada: a un barrio de la ciudad abierta. Pero el señuelo de vivir cuidaditos ha seducido a legiones de aspiracionales, y según estudios serios, 17% del área metropolitana está ya cubierta por desarrollos segregados y segregadores: por el cáncer urbano. Tratemos de ser claros: ¿por qué llamar a este fenómeno como algo tan grave como “cáncer urbano”? Pues, porque a semejanza de lo que sucede en el cuerpo humano, células enfermas y tóxicas se reproducen desordenadamente y van destruyendo las partes sanas del organismo hasta -en muchos casos- lograr su muerte. La muerte, en el caso de la ciudad, es doble: la que sucede en términos físicos, urbanísticos; y la que sufre lo más sagrado de una urbe: su espíritu mismo.

¿Qué hacer? En una ciudad razonable la seguridad y sus índices son ambientales, parejos con pocos bemoles. La autoridad cuida lo mejor que puede a todos por igual. Los vecinos se cuidan y auxilian unos a otros. Si las cosas van bien, se puede estar en la calle y circular a cualquier hora sin mayor problema. Las puertas de las casas dan directamente sobre los ámbitos comunes, y ambos se respetan. En el 17% de Guadalajara lo anterior ni se imagina ni se sueña, y lo peor: ni se quiere. Es el sálvese quien pueda. Es el privilegio para los más ricos, la exclusión de los más pobres.

Va a ser necesario, inevitable, que por pura defensa propia los “cotos” se abran a la ciudad. De entrada, liberar inmediatamente los kilómetros de calles públicas ahora secuestradas. No sabemos cuándo podría pasar esto, sería bueno oír a este respecto a los sociólogos (y tal vez a ciertos políticos esclarecidos -¿habrá?-). La resistencia, sin embargo, será imbatible. Los millones de habitantes de Guadalajara que viven y vivirán en ciudad abierta son, en su gran mayoría, gentes buenas, trabajadoras y hasta fraternas. Es éste el espíritu de la ciudad, ese que requiere coraje para asumirlo, el que habrá de salvar a nuestra ciudad de su actual decadencia.
jpalomar@informador.com.mx

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