Ideas

El Info de mis recuerdos

Pasó hace muchos años, pero aún recuerdo que, de tiempo en tiempo, el periódico subía de precio y con ello aparecía el recurrente estribillo de mi padre por el que aseguraba que, en lo sucesivo, no lo compraría más. Eran épocas en que el gasto familiar demandaba recortes y no podía permitirse semejantes dispendios, aunque ello significara renunciar al único y más devoto vicio que le conocí y que cotidianamente comenzaba con la lectura y comentario de las crónicas de un tal P. Lusa, su escribiente favorito en el diario que le hizo claudicar en sus propósitos de ahorrar y nunca faltó en casa. Así las cosas, primero faltaba el birote salado, que el hoy centenario EL INFORMADOR sobre la mesa del comedor a la hora del desayuno, lo que me hizo temer que no sería remoto el día que mi madre coronara los chilaquiles con tiras de periódico recortado.

Un día, hace ya 53 años, mi padre abandonó el plano terrenal, pero nos heredó su adicción que se volvió costumbre irrenunciable y constituyó, como imagino que sucedió a los coterráneos de mi rodada que en su infancia no tuvieron tele, el primer acercamiento formal a la prensa escrita, que en lo particular empezó con mi asidua lectura de la página de tiras cómicas que abría con “Educando a papá” y cerraba con “Benitín y Eneas”, pasando por Henry, Periquita, El fantasma, Mandrake el mago, Daniel el travieso y demás personajes que poblaron mis mociles fantasías que comenzaban a diluirse al llegar al sector de “Aunque usted no lo crea…” de Ripley y remataba con mi no siempre exitosa resolución del crucigrama contenido en la misma página.

Luego, por mera e insana curiosidad y no obstante las restricciones maternas que nos lo impedían, mi interés lector se amplió hasta los terrenos de las notas de policía y sus escalofriantes recuentos que, comparados con los que hoy se pueden leer en tantas publicaciones carentes de sensibilidad, sonarían a extractos de novela rosa. Y de ahí pasé, y me quedé instalada durante la adolescencia y juventud temprana, en las páginas dedicadas a las crónicas de sociales, en las que se detallaban los acontecimientos familiares de postín, como cumpleaños, despedidas de soltera, bodas, bautizos, quinceañeras y demás bombos entre la tribu.

Por estas crónicas anónimas, cargadas de barrocas pero sabrosas descripciones aprendí que las novias, ataviadas con un modelo en raso o shantung de seda con larga cauda, ingresaban del brazo de su padre a los acordes de la marcha de Mendelssohn, entre gladiolos y luz feérica; que a cualquier vestido blanco se le llama “albo atuendo”; que los abrazos y parabienes se manifiestan en profusión; que los ágapes festivos siempre incluían selectos vinos y finos postres y que cualquier destino playero elegido para la luna de miel era paradisíaco.

Y debo confesar que, siguiendo la estructura narrativa y el léxico utilizado en tales relatos, no pocas veces redacté la crónica de mi propia boda con apuesto galán con quien, entre aplausos y felicitaciones de la distinguida concurrencia, me trasladé a las instalaciones de conocido hotel. Pero debo agradecer que la anónima pluma que se me volvió tan familiar se hizo cargo de documentar algunos sucesos verídicos de mi biografía, como mi primera comunión, despedidas de soltera, boda y primer cumpleaños de mi primogénita.

No imagino la cara de satisfacción (o pena) que se dibujaría en la cara de mi padre al enterarse que aquella chiquilla que se tiraba de panza a ver los monitos y terminaba con codos y nariz entintados (la costumbre de oler el papel, pues), de los 100 años recién cumplidos, lleva doce hilvanando textos en EL INFORMADOR.

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