Ideas

Diario de un espectador

Atmosféricas. Los gatos nunca dan las gracias. Pasean su majestad, augustos, por la casa, por el jardín. Muy bien se saben bisnietos del tigre, del oro de Borges. Se arriman contra la puerta, dan dos o tres maullidos enérgicos. Una vez la barrera franqueada se hacen los desdeñosos ofendidos y se van a donde la gana les pega. El gato es el soberano, ejerce su dominio sin piedad y sin tregua. Esta semana, el ejemplar doméstico, más bien voluminoso y calmo, dio cuenta fatal de un pájaro y tres ratas. Como el viejo pistolero que es, simplemente silbó una tonada de Morricone y prosiguió con sus asuntos. El maestro jardinero decidió que un aventajado pero un poco chueco níspero crecido a la sombra de su hermano mayor ya no tendría lugar apropiado en el patio de junto a la cocina. Llamó a un aprendiz y con presteza se llevó al “individuo forestal” a la banqueta, para sustituir a la grevilia derribada por la tormenta de hace tres semanas. Junta todos los jazmines caídos y los riega por estratégicas partes del jardín “para que abonen la tierra, y sobre todo para que huela bonito.” Una princesa coculense-tapatía-chilanga entiende la maniobra, platica con el maestro, aprende.

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El sol es distinto, también la densidad del aire. Está en las antípodas de Cuernavaca, la de Lowry y la de Casillas. Esto es Melbourne, Australia. La casa, desusadamente, es toda de concreto. Pero vuela. Es un muy depurado resumen de una larga trayectoria, de una original tentativa que aprendió de la Bauhaus de Stuttgart, de Augusto Álvarez, sobre todo de Luis Barragán. Y de Santa Bárbara, en los Altos de Jalisco, cerca del mero Tepatitlán. Andrés Casillas está en la cima de su poderío, a los 84 años. Ya se organizan, en la tierra del canguro, excursiones para conocer esta casa, ya el arquitecto comienza allá otra. Probablemente Andrés Casillas sea el arquitecto más importante de México, el de más alto vuelo poético, el del más acendrado lirismo y también el del mayor rigor. Larga vida.

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Las musas voladoras de los proyectos llegan con presteza, armadas de planos, lápices sofisticados, sonrisas arrasadoras. Traen de México noticias sobre la idea de la casa, exponen sus motivos, arguyen: son inflexibles en todo el poder de su seducción. No van a viajar de balde mil kilómetros en un día para no dejar su huella. Así que habrá que rendirles pleitesía, acatar su belleza y su clara inteligencia y decirles con mucho modo que habrá que ver. Nunca hay que invocar la cólera de las musas. Sobre todo si se llaman Adriana, Pamela.

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Derivas. Con las princesas, por ejemplo. O con la música. Tómese el ejemplo de youtube: de October Project a Eurithmics a The Cure, Morrissey, hasta llegar incomprensiblemente a Alejandro Fernández y a la Sonora Matancera. El viaje es a veces fascinante, a veces abismal. El algoritmo que hace las veces de las afinidades electivas de quien oye continúa su trabajo. Si hubiera la paciencia de seguirlo quién sabe a dónde, incesante, conduciría. Como conduce la deriva de las muchachas que fueron, del color del día a las pequeñas urgencias cotidianas a las más metafísicas de las preguntas y a los cuestionamientos más desgarradores a los cándidos buenos deseos para la jornada y de vuelta al pasado inasible que regresa intacto. Dulce de membrillo y antiguas señoras del verano, bautizos clandestinos en la parroquia de San Francisco, noviazgos imposibles e inminentes, sesiones espalda con espalda a la sombra de los pirules cuando la princesa dijo que sí… Y caer en cuenta, a estas alturas, que la deriva de los ciegos trenes en la noche sujetos a la inescrutable voluntad del Guardagujas determinó, determinará siempre esta vida, ay, tan fugaz.

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De la batea de las postales: San Michelle esplende inalcanzable, y a tan pocos metros. No figura en la postal el pie partido, ni la arrebatadora muchacha que, al paso, aceptó como una reina el homenaje de una apresurada fotografía. Pero es más real ahora la visión del patio hundido y sus arquitrabes romanos que si estos ojos que devorará el polvo lo hubieran en efecto considerado; y tiene mayor majestad la esfinge que domina el Golfo de Nápoles, brumosa ya en la memoria, que si las manos hubieran logrado tocar su liso y peligroso lomo. La techumbre escalonada de la casa Malaparte, vista desde el camino, graba con mayor potencia sus relieves intemporales bajo el sol, que si por allí se hubiera transitado en la accidentada scooter. Pink Floyd todavía se oye nítidamente en la Arena de Pompeya, y la costa amalfitana entrega sus pliegues como lo haría una mujer: just like a woman, ah, Dylan. La agreste isla de Ischia despliega sus esplendores bajo el aire salino con la majestad de una princesa indómita. Viajes alrededor de unas muletas, sin duda.

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La traducción de poesía: la restauración del vuelo del albatros. Obviamente, traducir es una artera traición. Pero a veces el poema en cuestión, en el primer intento, queda sobre la cubierta del barco, torpe albatros alejado de su vuelo glorioso. Es entonces cuando, si hay suerte, quien se afana en la versión, puede lograr devolver al ave augusta su vuelo incomparable. Octavio Paz lo sabía, lo hacía insuperablemente. Sus Versiones y diversiones siguen siendo una de las máximas lecciones en estos abruptos terrenos. O la versión de alguien que no viene a la memoria del Cyrano, de Edmond Rostand…o tantas otras evidencias de que el albatros sabe vencer las fronteras de las lenguas cuando el viento de la traducción le es grato, propicio. Por el puro gusto del ejercicio va la enésima, y más que probablemente fallida versión del célebre poema de Charles Baudelaire.Próxima entrega.

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Otra de cine. Once upon the time in the west. Tres pistoleros hacen guardia a la llegada del tren en una estación perdida en el desierto. La secuencia es larguísima y nomás se oye el leve ulular del viento. Llega el tren, nadie se baja, aparentemente. Hasta que el ferrocarril avanza y una armónica comienza una obsesiva tonada. Se trata de otro pistolero, Charles Bronson, descendido sigilosamente por el otro lado de la vía. Así comienza esta verdadera odisea que incluye a una Helena encarnada nada menos que por Gina Lollobrigida y a un viejo pistolero de regreso de todo: Henry Fonda. Ennio Morricone, con su música hipnótica, parece dirigir la cinta que bien se pudiera ver con los ojos cerrados. Pero la dirección es de Sergio Leone quien dejó con esta epopeya una de sus más altas creaciones. Volver una y otra vez a ver el prodigio, a entender todo un mundo naufragado, que sucedía mientras en Guadalajara un cierto tatarabuelo fundaba pacíficamente una gran fábrica textil.

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