'Yo soy pan vivo bajado del cielo...'
El silencio de Dios resulta a veces desesperante, y es ahí cuando nuestra fe va madurando y consolidándose
LA PALABRA DE DIOS
PRIMERA LECTURA
Lectura del Libro del Éxodo (17,8-13):
“Mañana yo estaré en pie en la cima del monte, con el bastón maravilloso de Dios en la mano”.
SEGUNDA LECTURA
Lectura de la Segunda Carta del Apóstol San Pablo a Timoteo (3,14-4,2):
“Toda Escritura inspirada por Dios es también útil para enseñar”.
EVANGELIO
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (18,1-8):
“Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?”.
GUADALAJARA, JALISCO (16/OCT/2016).- En el Evangelio de San Juan, dos ideas son constantes, casi obsesivas, en las palabras del Maestro: el amor y la vida.
En el capítulo sexto hay dos hechos, dos milagros, dos portentos, como peldaños para llegar a una alta cumbre, clímax de la obra de su amor primero, con dos panes y cinco peces dio de comer a una multitud. Enardecidos, lo aclamaron; querían coronarlo rey, mas Él se les perdió a sus ojos. Pero en todos quedó la certeza de que nadie era como Él, que sólo Él era capaz de tales prodigios.
Cuando ya en la noche los discípulos iban, en la barca, hacia el otro lado del lago, hacia Cafarnaúm; el mar se había alborotado por el fuerte viento que soplaba. Entonces, de súbito vieron que Jesús, caminando sobre las aguas, se acercaba a la barca. Los discípulos se llenaron de miedo. Pero Él les dijo “Soy yo, no tengan miedo”. Y subió con ellos a la barca.
Hasta Cafarnaúm fue la multitud, en espera, quizá, de un nuevo milagro, otra multiplicación de los panes y los peces.
Jesús los vio, los reconoció y les comunicó que deberían buscar otro alimento superior: el “pan de vida bajado del cielo; quien lo coma y crea en Él, no tendrá hambre ni sed”.
El pensamiento se eleva luego: Él es “el pan que ha bajado del cielo”; Él mismo es el “pan de vida”. Y el que coma de ese pan, no morirá.
Asocia desde ese momento al “pan de vida”, la promesa de vida eterna a quien lo coma. “Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan, vivirá para siempre, Y el pan que os daré es mi carne, vida del mundo” (Juan 6, 51).
La frase de Jesús es tan fuerte y categórica, que escandaliza a los judíos. “Cómo puede éste darnos a comer su carne?” (Juan 6, b2).
Bien comprendieron que se trataba no de un mero formulismo, sino de una realidad; estaba allí el anuncio, la promesa de su entrega para quedarse en la Eucaristía, para comida. No es una vinculación con la primera idea de la fe, y por eso recalca, afirma, aclara: “En verdad os digo que si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros” (Juan 6, 53).
“El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día” (Juan 6, 54).
La nueva afirmación es más desconcertante e inaceptable para los judíos. La carne y la sangre, piensan no pueden ser comida y bebida.
A pesar de esa resistencia de los oyentes, el Señor insiste: “Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí, y yo en él” (Juan 6, 57).
José Rosario Ramírez M.
Ante el silencio de Dios, la fe se madura
La pregunta con la que termina Jesús hoy su breve pero densa catequesis sobre la oración es inquietante. Vivimos tiempos en los que parece que, al menos en nuestro mundo occidental, la fe va enflaqueciendo, disminuyendo a simple vista, convirtiéndose en algo marginal incluso, para muchos, exótico y estrambótico. Pero Jesús no pregunta si cuando vuelva encontrará fe en la Tierra, sino precisamente esta fe. No le preocupan sobre todo las estadísticas religiosas, la cantidad de los que se declaran creyentes y van a la Iglesia, pues su pregunta se refiere más a la calidad (¿encontrará esta fe?) que a la cantidad (¿encontrará fe en general?). Se trata de si, más allá de los datos sociológicos, será posible encontrar esa fe de los que confían de verdad en Dios, de los que creen que Dios escucha sus ruegos y hace justicia a los que le gritan día y noche.
Esta afirmación tajante de Jesús suscita en muchos de nosotros una cierta desazón, pues si no fuera porque lo dice Jesús, nos sentiríamos inclinados a impugnarla o, al menos, a rebajar mucho su alcance. Todos podríamos ofrecer evidencias en contrario: la experiencia del silencio de Dios, que parece no escuchar nuestros ruegos, que no los responde, incluso cuando están hechos de manera desinteresada, en sintonía con el espíritu cristiano y con la fe de la Iglesia. El silencio de Dios resulta a veces desesperante, y es ahí cuando nuestra fe va madurando y consolidándose, —“cuando menos te siento es cuando más te necesito”—.
Posiblemente los propios discípulos de Jesús tenían en ocasiones una impresión parecida. No es difícil imaginar que ellos oraban cotidianamente con Jesús y en torno a Él: entonaban salmos y cantaban himnos, también unirían sus voces a la de Jesús para elevar a Dios la plegaria del Padrenuestro que Él mismo les había enseñado. Y, pese a todo, no dejaban de experimentar las dificultades de la vida, las penurias del seguimiento, las oposiciones, acompañadas de fuertes amenazas y peligros. Y puede ser que se plantearan más de una vez, incluso en voz alta, la duda de si ese buen Dios y Padre del que les hablaba Jesús estaba realmente pendiente de ellos, pendiente de Aquel que se decía Hijo y enviado suyo. Aún con estas dudas internas continuaron con el seguimiento de Dios, construyendo el reino.