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Un adiós que nos responsabiliza

- Hoy la Iglesia jubilosa celebra la fiesta de la Ascención del Señor, Jesús que después de su pasión, muerte y resurrección, le da pleno cumplimiento a sus promesas, vuelve al Padre, para que nosotros podamos estar con él.

GUADALAJARA, JALISCO (12/MAY/2013).-

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA:

Hechos de los Apóstoles 1, 1-11


“’¿Por qué siguen mirando al cielo? Este Jesús que han visto subir al cielo vendrá nuevamente”.

SEGUNDA LECTURA:

Hebreos 9, 24-28; 10, 19-23


“Cristo se ofreció una sola vez para tomar sobre sí los pecados de la multitud, y por segunda vez para tomar sobre sí, los pecados de la multitud”.

EVANGELIO:

San Lucas 24, 46-53


“Alzando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos y fue llevado al cielo”.

REFLEXIONANDO LA FE...

Vida para vivirla

Si Cristo nos ha dado la vida eterna, es para vivirla, anunciarla, manifestarla, celebrarla como la cima de todas las felicidades como nuestra bienaventuranza.

Hace dos mil años que Cristo habló del pan, de la paz y de la libertad. Pero lo que ha traído a la tierra es más: ha traído la vida eterna. Y es la vida eterna la que nosotros con él, en la Iglesia, debemos continuar llevando.

Si no somos nosotros quienes damos la vida eterna, nadie lo hará en nuestro lugar. Eso equivale a afirmar que ésta, es la base de nuestra vocación cristiana; es distinguir de manera infalible nuestra vocación religiosa de una vocación política, de un sistema de pensamiento; es demostrar que a nosotros no nos interesa en absoluto la conquista del mundo; lo que nos apremia es que cada hombre pueda encontrar, como nosotros lo hemos encontrado, un Dios al que amamos y que antes ha amado a cada hombre.

Necesitamos aprender, expresar la vida de un hombre invadido de vida eterna, y eso, tal vez, hasta nuestra muerte. Ahora bien, esta vida existe para ser cantada, cantada después o antes de la muerte, y a lo largo del camino no se canta con una hoja de papel: se canta con el corazón. No debemos ninguna fidelidad al pasado en cuanto pasado; sólo debemos fidelidad a lo que se nos ha dado de eterno, es decir, de caridad.

> El tiempo del testimonio

Jesús después de su resurrección se apareció en repetidas ocasiones, con lo cual fortifica en sus discípulos la fuerza de lo que les anunció,  los llena de esperanza, les da la certeza de la resurrección, con lo cual, su triunfo que se convierte en nuestro triunfo.

Con sus apariciones, Jesús, va generando en la comunidad el compromiso apostólico que debe tener todo misionero que se sabe enviado, Cristo con su presencia, y particularmente con su Ascensión, nos dice de una manera clara que, ahora es nuestro tiempo, nos pasa la estafeta.

Con la Ascensión de Jesús al cielo comienza el tiempo de la Iglesia, un tiempo de testimonio público y valiente que progresivamente ha de alcanzar a todos los hombres. La Ascensión, señala el cambio, es el tiempo de la Iglesia, es el tiempo de que se de nuestro testimonio creíble y convincente.

La Iglesia, puede, y debe iniciar su propio camino histórico sin nostalgia, tenemos ante nosotros el mundo y la historia donde madura la experiencia cristiana gracias a la acción del Espíritu Santo que se nos da, como una promesa del Señor.  

La Ascensión da un tiempo muy especial para la Iglesia, es la comunidad que se debe agrupar, por mandado de Dios mismo, “no se dispersen de Jerusalén”, la razón, Jesús nos tiene reservado un gran don: El Espíritu Santo.

La Iglesia, especialmente, la de nuestro tiempo, debe tomar su compromiso y ejemplo de la Iglesia primitiva, fundada por Cristo, hemos de seguir, primero, siendo comunidad, congregados, con fines muy específicos, en oración y comunión, no tiene sentido la Iglesia, sino se congrega, y al congregarse debe ser para la oración y la comunión, urgente testimonio que debemos dar.

> Nuestra fortaleza

La Ascensión del Señor, no es un debilitamiento de la comunidad apostólica, no es un abandono, es más aun, su fortaleza: “Conviene que yo me vaya, porque si no me voy no recibirán el Espíritu Santo”.

Un aspecto digno de entender y vivir, es que en la Ascensión, no tenemos un Dios que nos abandona, sino que nos confía toda su obra, como ha hijos, por lo mismo nos da su Espíritu, aquello que sólo el Padre puede dar, nos engendra, nos cuida, nos forma, y por ley natural nos envía, no sólo nos permite independizarnos, sino que nos invita a hacerlo, a través de nuestro compromiso bautismal, para ser misioneros de lo que hemos recibido.

Sin la fuerza del Espíritu, la Iglesia no puede sumergirse en el mundo. Cristo mismo ha iniciado su propia misión terrena después de la investidura por parte del Espíritu, con ocasión de su bautismo. Sin el Espíritu, no hay vida, no hay fuerza de expansión, no hay testimonio, y en muy pocas palabras: no hay Iglesia.

Solamente el Espíritu habilita a la Iglesia para presentarse en el mundo.

> Cristo, la cabeza

San Pablo en la lectura, nos presenta a Cristo como cabeza de la Iglesia, para que entendamos que somos continuadores de la única y misma obra, en donde Él sigue presente, nosotros impulsados por su acción a través del Espíritu.

La Ascensión, al inaugurar el tiempo de la Iglesia, inaugura también el tiempo de la esperanza. En un mundo cerrado en sí mismo, satisfecho de sus proyectos, se presenta la Iglesia, con un algo más.

A los hombres desorientados, que hoy no sólo tienen su mirada estupefacta dirigida al cielo, sino a cualquier cosa, los ángeles del Señor, se vuelven a presentar y nos dicen que hacen mirando a tal o cual cosa, a éstos y todos los hombres como Iglesia de Cristo, hemos de decirles: Cristo está aquí, no es necesario buscarlo en tantas y tan confusas cosas, y su búsqueda no ha de quedarse en una satisfacción histórico intelectual, sino que ha de llevarnos a la responsabilidad de nuestra fe, en donde Cristo es la cabeza y nosotros somos sus miembros coordinados por el Espíritu.

DESDE LAS LETRAS

En la Ascención


¿Y dejas, Pastor santo,

tu grey en este valle hondo, escuro,

con soledad y llanto;

y tú, rompiendo el puro

aire, ¿te vas al inmortal seguro?

Los antes bienhadados,

y los agora tristes y afligidos,

a tus pechos criados,

de ti desposeídos,

¿a dónde convertirán ya sus sentidos?

¿Qué mirarán los ojos

que vieron de tu rostro la hermosura,

que no les sea enojos?

Quien oyó tu dulzura,

¿qué no tendrá por sordo y desventura?

A este mar turbado,

¿quién le pondrá ya freno? ¿Quién concierto

al viento fiero, airado?

Estando tú encubierto,

¿qué Norte guiará la nave al puerto?

¡Ay!, nube, envidiosa

aun deste breve gozo, ¿qué te aquejas?

¿Dó vuelas presurosa?

¡Cuán rica tú te alejas!

¡Cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas!

Fray Luis de León

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