Suplementos

Segundo Domingo de Pascua

El perdón es para todos, pues el hijo de Dios ama, a todos y su misericordia no hace excepciones

LA PALABRA DE DIOS

Primera lectura


Lectura del Libro de los Hechos de los Apóstoles (5,12-16)

“Mucha gente de los alrededores acudía a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos se curaban”.

Segunda lectura

Lectura del Libro del Apocalipsis (1,9-11a.12-13.17-19):

“No temas: Yo soy el primero y el último, yo soy el que vive”.

Evangelio

Lectura del Santo Evangelio según San Juan (20,19-31):

“Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo”.

GUADALAJARA, JALISCO (03/ABR/2016).- Es un grito de triunfo, de júbilo, de santo regocijo. Ahora Cristo, por medio de sus apóstoles, será quien diga: “Vete en paz, tus pecados te son perdonados”. Así, por misericordia infinita, el perdón de Cristo ha estado en cada sacerdote, justo o pecador, capaz –por el sacramento del orden sacerdotal– de transmitir sin distinción de sexos ese anhelado perdón,  para aquél que en su lecho de muerte desea limpiar su alma, para el niño, el joven, el adulto y el anciano; para quien ha caído en el fango y luego, angustiado y confuso, se arrepiente; para el hombre y la mujer víctimas de sus flaquezas; en fin, el perdón es para todos, pues el hijo de Dios ama, a todos y su misericordia no hace excepciones. Si sólo el Papa hubiera recibido ese poder, sería muy difícil, y hasta imposible para muchos, alcanzar una absolución. Fue y es un poder que Cristo puso en vasos frágiles, en hombres conscientes de sus propias debilidades y con la memoria de sus propias caídas, para poder así comprender y ser compasivos, porque ellos mismos conocen su personal condición.

Así, en la economía de la salvación, Cristo resucitado reservó para ese día y en esas circunstancias el momento de dejar para todos los pecadores –y decir todos, es todos– el sublime regalo del sacramento de la penitencia, o sea de la confesión, fuente continua del perdón de Dios. En 20 siglos de cristianismo es incontable, como las estrellas del cielo, el número de veces en que, tras la confesión, una mano del sacerdote se ha levantado y su voz ha expresado: “Vete en paz, tus pecados te son perdonados”. Un profundo sentido de agradecimiento ha de brotar siempre, por esa fuente cristalina que muchas veces ha lavado a las almas manchadas por el fango del pecado.

Con su resurrección, el Señor establece una nueva forma de acceder a Él. De ahora en adelante la fe, como aceptación nueva de Cristo, será el modo de ver e interpretar la realidad. Así la misma resurrección se constituye, para los cristianos, en fuente de fe para “los que sin ver creyeron”.

“Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos”. El único mediador y camino de salvación es Cristo, quien se hace presente a todos nosotros en su cuerpo, que es la Iglesia.

José Rosario Ramírez M.

Abiertos al mundo

Llevamos hablando de la Resurrección de Jesús casi desde que nacimos. Tanto hemos oído que nos parece normal. Lo malo es que en esa normalidad no nos damos cuenta de lo extraordinario del asunto y menos de sus consecuencias para nosotros. Seguimos como si tal cosa, como si algo tan sorprendente no fuera con nosotros. El Evangelio de Juan describe con trazos oscuros la situación de la comunidad cristiana cuando en su centro falta Cristo resucitado. Sin su presencia viva, la Iglesia se convierte en un grupo de hombres y mujeres que viven en una casa con las puertas cerradas, por miedo a los judíos.

Con las “puertas cerradas” no se puede escuchar lo que sucede fuera. No es posible captar la acción del Espíritu en el mundo. No se abren espacios de encuentro y diálogo con nadie. Se apaga la confianza en el ser humano y crecen los recelos y prejuicios. Pero una Iglesia sin capacidad de dialogar es una tragedia, pues los seguidores de Jesús estamos llamados a actualizar hoy el eterno diálogo del Padre con el ser humano.

El “miedo” puede paralizar la evangelización y bloquear nuestras mejores energías. El miedo nos lleva a rechazar y condenar. Con miedo no es posible amar al mundo. Pero, si no lo amamos, no lo estamos mirando como lo mira el Padre. Y, si no lo miramos con los ojos de Dios, ¿cómo comunicaremos su Evangelio?

Si vivimos con las puertas cerradas, ¿quién dejará el redil para buscar a las ovejas perdidas? ¿Quién se atreverá a tocar a los excluidos? ¿Quién se sentará a la mesa con pecadores o prostitutas? ¿Quién se acercará a los olvidados por la religión? Los que quieran buscar al Dios de Jesús, se encontrarán con nuestras puertas cerradas. De ahí que el Papa Francisco, insta en una Iglesia de “calle”, capaz de ir al encuentro de aquellos que por diversos factores no se acercan.

Nuestra primera tarea es dejar entrar al resucitado a través de tantas barreras que levantamos para defendernos del miedo. Que Jesús ocupe el centro de nuestras Iglesias, grupos y comunidades. Que sólo Él sea fuente de vida, de alegría y de paz. Que nadie ocupe su lugar. Que nadie se apropie de su mensaje. Que nadie imponga un estilo diferente al suyo.

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