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¡Sálvanos Señor, que perecemos!

Jesús mandó al viento, dijo al mar: ¡calla y enmudece! y se aquietó el viento y se hizo completa calma

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA:

Job 38, 1.8-11

“¿Quién cerró el mar… Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí se romperá la arrogancia de tus olas?”

SEGUNDA LECTURA:

Segunda carta de san Pablo a los Corintios 5, 14-17

“El que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado”.

EVANGELIO:

San Marcos 4, 35-40

“¿Quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!”


GUADALAJARA, JALISCO (21/JUN/2015).- Todo sucedió un atardecer, después de una jornada de trabajo. Jesús y sus 12 apóstoles cruzaban en una barca el Lago de Tiberiades. Se levantó un fuerte vendaval y las olas se echaban sobre la barca.

Siempre se ha considerado este pasaje narrado por los tres evangelistas —Mateo, Marcos y Lucas— como una imagen de las tormentas que han azotado a la Iglesia —la barca de Pedro— en el navegar de 21 siglos, siempre factor importante y muchas veces central en la historia de la humanidad.

Y también las tormentas llamadas tentaciones, crisis, angustias, depresiones, caídas, y otros muchos nombres con los que es posible designar los días —o el puñado de días— por donde han pasado, pasan y pasarán todos los hombres y mujeres, frágiles, débiles, ante el embate de los enemigos de fuera y las propias miserias y flaquezas.

Ante los graves peligros colectivos o personales, esta página del Evangelio da la clave para no perecer: lanzar el grito pidiendo auxilio a Jesús, el Hijo de Dios, poderoso en obras y rico en misericordia, quien está en  medio de los suyos y desde el momento en que tomó la naturaleza humana  y —hecho hombre en medio de los hombres, sin dejar de ser Dios igual al Padre y al Espíritu Santo— puso su habitación en medio de aquéllos.

“Jesús estaba en la popa de la barca, dormido sobre un cabezal, y los discípulos angustiados le gritaron: 'Maestro, ¿no te importa que nos ahoguemos? ¡sálvanos Señor, que perecemos!'"

Una breve oración, sólo cuatro palabras, fue eficaz. Alguien ha dicho que la oración, cuando es humilde, confiada, llena de fe y persistente, es capaz de mover al mundo.

La oración fue benígnamente atendida. Jesús mandó al viento, dijo al mar: ¡calla y enmudece! y se aquietó el viento y se hizo completa calma.

El mar y el viento se han de tomar, en esta escena de la vida de Cristo, como símbolo de vientos impetuosos y mares enloquecidos en el ámbito espiritual, en la vida de cada hombre, porque no ha habido uno sólo ignorante, extraño, ajeno a las luchas internas; porque están presentes siempre el demonio con sus engaños, el mundo con sus seducciones y la carne inclinada hacia las pasiones de la soberbia, la ira, la lujuria.

El hombre siempre está en continuo peligro, y es en tal situación que mientras lleve su condición de peregrino —porque va en el tiempo— habrá de afrontar las tempestades. Si lucha sólo, perecerá; si cree y confía en Cristo, saldrá victorioso.

Cristo sigue, como entonces, aplacando incontables tempestades. Para encontrar su auxilio no hay que ser hombres de poca fe. Cristo, cercano, bondadoso, dispuesto, está atento a escuchar el grito: ¡sálvanos Señor, que perecemos!

José Rosario Ramírez M.

La fe permite mantener la calma en medio de la tempestad

Todos tenemos inclinación a temer y dudar de la compañía de Jesús. Especialmente, cuando debemos de enfrentar “tormentas” que suelen llenarnos  de ansiedad y miedo; algunas del exterior, y otras, del interior. Es precisamente en estas circunstancias que  nos dirigimos a Jesús para que obre en favor nuestro.  

Aún en medio de la dificultad, éste se nos presenta con una personalidad llena de misterio e incluso incomprensión. La pregunta por la persona de Jesús siempre está latente en todo aquel que se encuentra con él, incluso con los que son más cercanos: “¿Quién será éste, que hasta el viento y el mar lo obedecen?” (Mc. 4,41).

La pregunta de los discípulos se entiende también a la luz del Salmo 107,28-29: “Pero en su angustia clamaron al Señor, y él los sacó de la aflicción; convirtió en brisa la tempestad, y las olas se calmaron”. El texto enseña que aun haciendo lo que el Señor nos pide, y con su presencia en medio de nosotros, no se descartan las amenazas y peligros. Sin embargo, la fe permite mantener la calma en medio de la tempestad.

El cuestionarnos  sobre  el ser de Jesús  en medio de nuestras vidas, nos ha de llevar a madurar nuestra experiencia de fe en Cristo. Sin embargo, aunque no lo comprendamos del todo, esto no nos impide que seamos sus discípulos, pues la resurrección del Señor nos dará nueva luz para ahondar en lo que hemos vivido con el maestro, y esto nos permitirá descubrir cada vez más su persona.  

Confiar en Dios

Haciendo una sinopsis de lo que se entiende por confianza, podemos decir que ésta significa creer y esperar de alguien, algo.

Tratándose  de nuestro Dios, el confiar en Él es creerle cuando se refiere a sus promesas y esperar en su fidelidad, y por lo tanto, estar absolutamente seguros de que Él, tarde o temprano, y tal vez de la manera en que menos esperemos, las cumplirá.

Ahora bien, ¿de qué promesas se trata? Porque ciertamente como nuestro Dios y Padre, Él, en su sabiduría infinita y como creador del ser humano y de todo lo que a éste le rodea, solamente ha prometido aquello que hará un bien a sus hijos, aunque muchas veces éstos no las entiendan ni las acepten.

¿Cómo conocerlas? Dios Padre ha hecho grandes promesas a su pueblo, a través de toda su historia, la mayoría las ha dado a conocer a través de sus profetas, teniendo como culmen al profeta por antonomasia: Jesús; así lo afirma la carta a los Hebreos1, 1-2: “En el pasado muchas veces y de muchas formas habló Dios a nuestros padres por medio de los profetas. En esta etapa final nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien nombró heredero de todo, y por quien creó el universo”, y todas esas promesas se encuentran plasmadas en la Sagrada Escritura, también conocida como la Santa Biblia, la Palabra de Dios, etc. De ello se desprende que, para conocerlas, es preciso e indispensable no sólo leer, sino conocer, meditar, reflexionar, estudiar de manera seria y concienzuda dicha Palabra.

Una de las promesas hecha por Jesús, que encierra en sí, desde mi perspectiva, a todas las demás, es la que aparece en el Evangelio escrito por San Juan, capítulo 10, verso 10: “Yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia.” Es decir, Jesús, con estas palabras, implícitamente está prometiendo a los que la acepten —con todas sus consecuencias e implicaciones— una vida muy diferente a la que normalmente vivimos la mayoría de los humanos, que suele ser una vida llena de desamor, de odios, violencia, tristeza, depresión, guerras, envidias, desunión, traiciones, pecados y ofensas de las más terribles a Dios. Tan diferente que es una vida plena; sí, la vida plena en amor, en felicidad, en paz, en armonía, en unidad, en santidad.

Y para tenerla basta creerle a Jesús y confiar en Él; así mismo quererla y aceptarla, obviamente con todas sus condiciones, requisitos y consecuencias.

Francisco Javier Cruz Luna

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