Suplementos

La resurrección de los muertos

Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. Todos quieren estar cerca de Jesús. Unos porque esperan un milagro, la salud, la vista; otros, están ansiosos de escuchar su palabra

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA
Lectura del Libro de la Sabiduría (11,22–12,2)

“¿Cómo podrían existir los seres, si tú no lo hubieras querido?”

SEGUNDA LECTURA
Lectura de la Segunda Carta del Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses (1,11–2,2)

“El nombre de nuestro Señor Jesús será honrado por vuestra causa”.

EVANGELIO
Lectura del Santo Evangelio según San Lucas (19,1-10)

“Hoy ha llegado la salvación a esta casa”.

GUADALAJARA, JALISCO (30/OCT/2016).- ¿Quién que es humano no ama la vida? Aunque algunos, con ceguera o temeridad, la arriesgan, la juegan, otros —los más— aman la vida como el mayor bien y son capaces de todo por no perderla.

Quieren y se esfuerzan por prolongarla, estirarla más y más. La ciencia médica ofrece cada día descubrimientos, avances, sorpresas, y se alarga el número de horas, días, semanas, meses y años asignado a los siempre mortales seres humanos del siglo XXI.

Siempre, sin embargo, lo que un día empezó llegará a su final. En un mismo hospital se pueden escuchar los vaguidos del recién nacido y los resuellos del que se despide. El ser humano un día descubre que tiene inteligencia, razona, saca sus conclusiones; además, es capaz de elegir cosas: pequeñas, este o aquel juguete, cuando se es niño; después una carrera en determinada universidad, y luego un compañero o una compañera.

Piensa que va a morir y desea no morir. Quiere vivir por siempre. Todo ser humano lleva un ansia de inmortalidad. Nadie —aún aquellos colmados de todas las satisfacciones terrenas— se sentirá plenamente realizado en ese espacio que va de la cuna al féretro.

La razón y la conciencia interior anhelan, presienten, exigen casi, otra vida sin oscuridades, sin incoherencias, sin contradicciones, sin injusticias, sin dolor, sin temor a la muerte. Allí entra la luz de la fe, e, inseparable, la esperanza.

La fe en la palabra de Dios revelada a los hombres. En la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús, el Hijo de Dios, con palabras claras anunció: “El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día” (Juan 6, 54). Y cuando Marta le reclamó por qué había llegado cuando ya su hermano llevaba cuatro días en el sepulcro, así le contestó: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y todo el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre” (Juan 11, 26).

“Dios no es Dios de muertos, sino de vivos”. Todos quieren estar cerca de Jesús. Unos porque esperan un milagro, la salud, la vista; otros, ansiosos de escuchar su palabra, sabiduría, revelación de las maravillas de Dios. Otros de entre los de su raza, más lo buscan con la pérfida intención de estorbarle en la campaña de fundar un reino, hacerlo caer en contradicciones o visiones absurdas… aunque no lo han logrado.

“Serán como los ángeles e hijos de Dios”. Tal vez el Señor sonrió por las simplezas de esos falsamente preocupados por la vida futura —en la que no creían—, mas así brilló la luz para todos los hombres, todos con el deseo de vida eterna, de ver a Dios.

“Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua”

José Rosario Ramírez M.

Pensar en la figura de Zaqueo, que el Evangelio propone el día de hoy, es ver que en él un hombre importante ante la sociedad, jefe y además, rico. Pero aún con sus atributos, incluso tan sobresalientes le servían para ver lo esencial. Cuando alcanzamos el éxito, fama, riqueza, no significa que ya somos grandes antes los ojos de nuestro Creador. Zaqueo, como hombre importante y rico, era al tiempo, pequeño y, por eso, no podía alcanzar a ver a Jesús. En nuestra vida muchas veces existen situaciones que nos hacen sentirnos personas grandes ante los criterios humanos, pero no quiere decir que eso nos dé altura (moral, espiritual), para ver aquello que nos puede salvar, que nos hace ser algo más que un “personaje”, y nos ayuda a ser de verdad nosotros mismos (esencia). Para los ojos de la sociedad de Zaqueo, era grande, pero para la lógica de Cristo, era pequeño, sin embargo tuvo la capacidad y sabiduría de reconocer su propia pequeñez: descubrió que los atributos de su grandeza social, no le servía en lo absoluto, al momento del encuentro con Jesús. Por ello, sin reparar en su dignidad, o en lo que los otros (que lo conocían tan bien) pudieran pensar, buscó un remedio adecuado a la pequeñez reconocida y aceptada. Como un muchacho (haciéndose como un niño) se subió a una higuera, elevándose por encima de su propia miseria, de modo que pudo ver al Maestro que atravesaba la ciudad. Y lo importante es que Jesús lo vio a él, reparó en su presencia y se invitó a su casa.

Al contemplar esta escena caemos en la cuenta de que ciertos aspectos en principio negativos de nuestra vida pueden jugar un papel positivo y salvador. Zaqueo fue capaz de reconocer su pequeñez (que era un pecador) y buscó un remedio: subirse a la higuera. Es un buen ejemplo de lo que el Evangelio nos decía justo hace una semana: el que se humilla será ensalzado. Reconocer humildemente su pequeña estatura le sirvió para poder elevarse y ser encontrado por Jesús.

Zaqueo nos invita a pensar de qué cosas nos sentimos ricos e importantes, pero que nos hacen pequeños ante Dios y nos impiden ver al Jesús que pasa cerca de nosotros. Reconocer nuestra pequeñez es el mejor modo de hacernos encontradizos con Él y acogerlo en nuestra casa y dejar que nos hable al corazón. Jesús nos trae la salvación, nos libera de nuestras esclavitudes, saca de nosotros lo mejor de nosotros mismos, nos descubre lo que realmente somos y estamos llamados a ser: hijos de Dios.

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