Suplementos

La doctrina que salva

Jesús fue empezado a ser reconocido como el Cristo en Cafarnaum, desde entonces la Iglesia guarda sus enseñanzas

LA PALABRA DE DIOS

PRIMERA LECTURA:

Deuteronomio 18, 15-20

“Suscitaré un profeta de entre sus hermanos, como tú. Pondré mis palabras en su boca, y les dirá lo que yo le mande”.

SEGUNDA LECTURA:

Primera carta de San Pablo a los Corintios 7, 32-35

“El soltero se preocupa de los asuntos del Señor, buscando contentar al Señor”.

EVANGELIO:

San Marcos 1, 21-28


“¿Qué es esto? Este enseñar con autoridad es nuevo. Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen”.

GUADALAJARA, JALISCO (01/FEB/2015).-
Con San Marcos como guía, este domingo el escenario es la sinagoga de Cafarnaum, a donde han acudido muchos, devotos y curiosos.

Cafarnaum es una ciudad importante a la orilla del Noroeste del Lago de Galilea. Jesús el Hijo de Dios ha querido iniciar allí la predicación del Reino y el llamamiento a sus primeros seguidores.

En ese momento solemne, allí entre aquella multitud, Cristo se manifiesta como el gran Profeta, el único Profeta para los siglos futuros, porque de Él y sólo de Él ha de llegar toda revelación, toda doctrina, todo mensaje de Dios.

En la vida pública del Señor, las multitudes abren sus oídos a las enseñanzas del Maestro, y abren sus ojos ante los prodigios con que confirman la veracidad y la bondad de su mensaje. La palabra va siempre acompañada de hechos milagrosos. Cuando los discípulos de Emaús caminaban tristes a su aldea, comentando como terrible tragedia la crucifixión del Señor, y Él mismo, resucitado, los acompañaba, ellos le dijeron que era “un profeta poderoso en hechos y palabras”.

Allí, en la sinagoga de Cafarnaum, también manifestó su poder: “Había en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu inmundo, que se puso a gritar ¿Qué quieres con nosotros Jesús de Nazaret? ¿Has venido a acabar con nosotros? ¡Ya se quién eres, el Santo de Dios!. Jesús le ordenó ¡Cállate y sal de él!. El espíritu inmundo, sacudiendo al hombre con violencia y dando un alarido, salió de él”.

Otras muchas veces, en los tres años de vida pública las multitudes darán testimonio del poder sobrenatural del Hijo de Dios y de su potestad para vencer el mal y expulsar a los espíritus del mal.

Ante lo insólito, ante ese acto nunca antes presenciado, los asombrados empezaron a discurrir que aquello era ya el final de un tiempo y el principio de otro. Era verdad, porque antes todo había sido promesas y anuncios, y allí ante sus ojos ya está el esperado, proclamado hasta por el mismo espíritu inmundo, que lo llama “Santo Dios” y obedece al imperio de ese mandato: “Sal de él”.

Cristo es la cumbre de la revelación de Dios al hombre.

A Cristo se le ha de escuchar, pero desde la Iglesia, la que recibió el encargo de guardar y proclamar la Palabra. Quienes se dicen cristianos porque leen el Evangelio y lo interpretan a sus conveniencias, están en un grave error, porque la Iglesia es el Magisterio, la depositaria desde hace 20 siglos de la Buena Nueva.

A la Iglesia, madre y maestra, se le ha de escuchar con sumo respeto y obediencia, con la certeza de que escuchar al Magisterio de la Iglesia es escuchar a Cristo.

Cristo habla, interpela, enseña y juzga con su palabra. Es la doctrina nueva siempre, la doctrina que salva.

José Rosario Ramírez M.

¿Quién es el profeta?


Al profeta corresponde un lugar en la comunidad, pero lo que lo constituye es la vocación. Se ve claramente en el llamamiento de algunos de ellos que nos presenta la Biblia, Moisés, Samuel, Jeremías, Ezequiel, por mencionar algunos. Las confidencias de estos hombres giran en torno al mismo tema, Dios tiene la entera iniciativa, les da su palabra para que la transmitan. Es la seducción de la que nos habla el profeta Jeremías: “Me sedujiste Señor, y me dejé seducir”.

Ezequiel siente que la mano de Dios pesa fuertemente sobre él. El llamamiento despierta en Jeremías la conciencia de su debilidad; en Isaías, la del pecado. Este llamamiento lleva siempre a una misión, cuyo instrumento es la boca del profeta que dirá la Palabra de Dios.

La Palabra que anuncian los profetas, va siempre acompañada de formas y gestos, es que la Palabra revelada no se reduce a vocablos; es vida, va acompañada de una participación simbólica, mas no mágica, en el gesto de Dios que realiza lo que dice.

El mensaje no puede ser exterior a su portador: no es un concepto de que pueda disponer éste; es la manifestación en él del Dios Vivo. Los que hablan en su propio nombre, sin haber sido enviados siguiendo su propio espíritu, son falsos profetas. Los verdaderos profetas tienen conciencia de que otro les hace hablar, tanto que se da el caso de tener que corregirse alguna vez cuando han hablado de su propia cosecha.

La Palabra profética trasciende en todo sentido sus resultados inmediatos, pues su eficacia es de orden escatológico.

Esta es la vocación y misión del profeta, a la cual hemos sido llamados como bautizados. ¿Cómo va nuestra tarea, qué tan fieles hemos sido a las escuchas de su Palabra y a la transmisión de la misma, en nuestros diferentes ambientes, laborales, familiares, educativos y recreativos? Ya que en verdad hemos sido constituidos profetas, enviados del Señor.

Nuestra jerarquía de valores

Es una realidad en nuestro medio, en nuestra sociedad ‘moderna’, que la preocupación y el cuidado del cuerpo y su apariencia ante los demás son aspectos sumamente importantes para muchos de sus miembros.

Sin embargo son pocos los que se preocupan por atender y cuidar su vida espiritual.

Tenemos el caso de la mayoría de las escuelas preparatorias y de las universidades, que por poner un gran énfasis en preparar a los estudiantes lo mejor posible, científica y tecnológicamente en el área cognoscitiva e intelectual, en orden a llevarlos a la excelencia y capacitarlos para que como profesionistas logren el éxito en lo económico, en el prestigio, en el poder, han subestimado y dejado de lado una educación integral, incluyendo en sus programas académicos la enseñanza de los valores fundamentales humanos y del espíritu. Ello ha traído como consecuencia generaciones de profesionistas muy bien preparados científica y técnicamente, pero con una ausencia dramática de humanismo y de principios que los lleven a realizar su trabajo, a ejercer su profesión como servidores de los demás.

Otra evidencia más es el asunto del aborto y de toda la polémica que se ha suscitado por la defensa del don y el derecho a la vida, y no a la vida de cualquiera, sino a la de criaturas indefensas, que han realizado organizaciones a favor de la vida y la misma Iglesia Católica.

No obstante, ¿cuál ha sido la reacción de la mayoría de la población que se dice cristiana? La de la defensa de lo material, de la comodidad; de la conveniencia personal a toda costa, aun a costa de la vida de otros; de los intereses egoístas, queriendo resolver un “mal” con otro mal peor; de la aplicación de criterios que no son los desarrollados por ellos mismos, fundamentados en el estudio y reflexión de los postulados verdaderos acerca de este maravilloso don de la vida, sino de otros, y que en su mayoría obedecen a enormes intereses creados, que llevan en el fondo propósitos de poder y dominio de todo tipo.

En la raíz de todo esto y de otras realidades está la falta del verdadero conocimiento de Dios como Padre, como Hijo y  Salvador y Señor nuestro y como Espíritu Santo, Espíritu del Bien; así mismo del espíritu del mal, que es el que se encarga de poner en la mente y en el corazón del ser humano los malos deseos, el actuar egoísta y egocéntricamente y los más nefandos instintos de violencia, de toda clase de crímenes y todo lo que mata el espíritu humano, pues “Satanás anda como león rugiente buscando a quien devorar”, y solamente Jesús nos puede liberar y proteger de él, como nos lo recuerda el Evangelio dominical.

Francisco Javier Cruz Luna

¿Alguna vez has visto al diablo?

Eso que llamamos diablo, demonio o Satanás, muchos dicen que no existe, pero tenemos que tener claro que como personaje que a veces pintamos con cuernos y cola, es tan sólo una representación de lo malo; y el mal, indudablemente, existe; lo vemos en torno nuestro y muchas veces sentimos sus efectos, lo mismo que percibimos el bien o lo bueno.

Desde que el mundo es mundo estas dos fuerzas han coexistido al interior de la persona, dándole configuración y haciéndola oscilar entre lo bueno y lo malo.

 Lo bueno y lo malo no están fuera, ni nos amenazan externamente, antes bien, conviven entre nosotros, más aún, coexisten en lo más íntimo del corazón de cada ser humano. Allí luchan ferozmente como fuerzas impulsoras, tratando de implantarse más y más en él.

El bien y el mal son algo innato y natural. El niño pequeño ya sabe o intuye, antes que se lo digan los mayores, lo que es bueno y es malo, lo que debe ser y hacer y lo que no. Conforme la persona crece, se desarrolla su sentido cognoscitivo de las cosas, mas no siempre este sentido de discernimiento va a la par. A veces se ofusca con las circunstancias ambientales o a causa de las opiniones que nos trasmiten las influencias externas.

Sin embargo, la realidad sigue vigente: vivimos impulsados, influenciados y empujados por estas dos fuerzas opuestas.

San Pablo decía: “Conozco el bien que quiero y a veces hago el mal que no quiero”.

En la terminología popular y en el común sentir de los seres humanos, el bien es rampa hacia arriba y el mal va de bajada, ¿por qué?, es evidente: hacer lo bueno y lo mejor cuesta más que hacer el mal. Para hacer el bien se requiere más esfuerzo, más fatiga, más integridad. En el mal, basta dejarse ir... El bien purifica a la persona y es más difícil conservarse limpio que enmugrarse la vida.

Por eso cuando el Evangelio nos dice que Jesús veía a los espíritus inmundos, nos queda claro que Él percibe lo que hay de bueno y de malo en cada persona, y su Palabra y su mano poderosa tienen la capacidad de liberarlos de lo malo.

A pesar de que generalmente sea mucho más cómodo y más fácil echarle la culpa al diablo, en el cual se personificar toda la maldad, todo lo opuesto a Dios y a su santísima voluntad, tenemos que ser conscientes de que nosotros mismos tenemos que luchar contra nuestra propia maldad y pedir al Señor Jesús que nos libre de ella.

Oración

Señor Jesús, Yo sé que toda vida humana está anclada en la fe.

Creer o no creer, ese es el punto clave…Pero ¿creer qué? o ¿creer a quién?

Y es indudable que estas preguntas me definen, porque creer en Dios me diviniza, creer en lo material me hace materia y entregar mi fe a lo malo, a lo absurdo, me arrastra hacia el vacío y a la maldad.

Señor Jesús no me dejes caer, yo quiero creer en Ti y en tu amor, no permitas que el mal me aleje de Ti,  consérvame siempre en tu gracia y en tu amor.

María Belén Sánchez, fsp

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