ENTRE VERAS Y BROMAS
“Que nunca llegue el rumor de la discordia”, demanda —en vano, por desgracia— la frase (tomada del himno de Maitines, al decir de los entendidos) esculpida en el frontis del Teatro Degollado...
Tan llegó ya a estas otrora apacibles llanuras la discordia (no sólo sus rumores), que tanto el cardenal Juan Sandoval, al encontrar una salida decorosa —aunque tardía— al escándalo del “limosnazo”, como los dirigentes del Patronato Pro Construcción del Santuario de los Mártires, al secundar la iniciativa del arzobispo de Guadalajara y acceder a la devolución de esos recursos del erario, discrecionalmente manejados por el gobernador Emilio González Márquez, coincidieron en que el restablecimiento de “la concordia y la paz” debe ser un asunto prioritario. Y por si alguna esperanza quedaba de que Guadalajara y sus cada vez más remotas orillas siguiera siendo franquicia del Paraíso Perdido de nuestros primeros padres, ahí está, para ubicarnos bruscamente en la realidad, el atentado ocurrido la tarde del miércoles en pleno centro de la “Ciudad Amable” de antaño.
—II—
En lo que hay elementos para considerar que el episodio fue un “hecho aislado”, y en lo que la autoridad demuestra si tiene capacidad para enfrentar esta realidad emergente, o tampoco, vale la pena detenerse a recapacitar en un punto...
El atentado dejó una víctima. Su nombre era Alberto Urzúa Álvarez. Tenía 47 años. Desde hace 11 laboraba como policía tercero —la escala más baja en el escalafón policiaco— en la Secretaría de Seguridad Pública. Residía en El Salto. Al fallecer, a consecuencia del estallido de la granada en el estacionamiento de la corporación, dejó una viuda y cuatro hijos de 12, 16, 18 y 21 años. Sus superiores se harán cargo de los gastos funerarios, un homenaje póstumo por haber fallecido en el cumplimiento del deber, y, para sus deudos, el beneficio de un seguro de vida.
—III—
Alberto Urzúa devengaba un salario de tres mil 700 pesos quincenales.
Otro día —ahora ya no, porque el espacio se agota—, con la venia del lector amable, hablaremos sobre la moralidad de los salarios de los afortunados que viven uncidos —como funcionarios “de primer nivel”, de preferencia— a la inagotable ubre del Presupuesto...
“Que nunca llegue el rumor de la discordia”, demanda —en vano, por desgracia— la frase (tomada del himno de Maitines, al decir de los entendidos) esculpida en el frontis del Teatro Degollado...
Tan llegó ya a estas otrora apacibles llanuras la discordia (no sólo sus rumores), que tanto el cardenal Juan Sandoval, al encontrar una salida decorosa —aunque tardía— al escándalo del “limosnazo”, como los dirigentes del Patronato Pro Construcción del Santuario de los Mártires, al secundar la iniciativa del arzobispo de Guadalajara y acceder a la devolución de esos recursos del erario, discrecionalmente manejados por el gobernador Emilio González Márquez, coincidieron en que el restablecimiento de “la concordia y la paz” debe ser un asunto prioritario. Y por si alguna esperanza quedaba de que Guadalajara y sus cada vez más remotas orillas siguiera siendo franquicia del Paraíso Perdido de nuestros primeros padres, ahí está, para ubicarnos bruscamente en la realidad, el atentado ocurrido la tarde del miércoles en pleno centro de la “Ciudad Amable” de antaño.
—II—
En lo que hay elementos para considerar que el episodio fue un “hecho aislado”, y en lo que la autoridad demuestra si tiene capacidad para enfrentar esta realidad emergente, o tampoco, vale la pena detenerse a recapacitar en un punto...
El atentado dejó una víctima. Su nombre era Alberto Urzúa Álvarez. Tenía 47 años. Desde hace 11 laboraba como policía tercero —la escala más baja en el escalafón policiaco— en la Secretaría de Seguridad Pública. Residía en El Salto. Al fallecer, a consecuencia del estallido de la granada en el estacionamiento de la corporación, dejó una viuda y cuatro hijos de 12, 16, 18 y 21 años. Sus superiores se harán cargo de los gastos funerarios, un homenaje póstumo por haber fallecido en el cumplimiento del deber, y, para sus deudos, el beneficio de un seguro de vida.
—III—
Alberto Urzúa devengaba un salario de tres mil 700 pesos quincenales.
Otro día —ahora ya no, porque el espacio se agota—, con la venia del lector amable, hablaremos sobre la moralidad de los salarios de los afortunados que viven uncidos —como funcionarios “de primer nivel”, de preferencia— a la inagotable ubre del Presupuesto...