Tenía yo hasta hace poco la costumbre de desayunarme con la compañía de un noticiario de la televisión, cualquiera de ellos resulta tan sangriento, sanguinario y sangrón que me estropeaba la digestión de mi modesto alimento. El trajín del día lo notaba nublado por la sensación de esas noticias, y no podía quitarme de encima fácilmente la desagradable impresión. Sin embargo, hacía grandes esfuerzos y al fin conseguía olvidar lo cadáveres y las manchas de sangre que los negociantes de la televisión nos habían enviado con tanta abundancia.
Por la noche, a eso de las nueve, antes de ir a la búsqueda del nuevo día, buscaba otro noticiario para informarme de cómo iba el mundo. Mal, muy mal. Crímenes, robos contra el patrimonio oficial a cargo de políticos, maldades increíbles de padres contra hijas, asesinatos de mujeres. Impotencia de las autoridades, complicidad de muchas de ellas con los más feroces criminales. El mundo está así, y México se halla en el mundo, dolor y vergüenza.
No aparece un mexicano de conciencia, valor y coraje que pueda con esto, nadie puede predecir a dónde iremos a parar, porque cada día vamos peor.
El caso a que voy es qué tan espantosa información nocturna me producía un insomnio insoportable. Solía despertarme a las dos de la madrugada y seguía sin sueño hasta el momento de levantarme, ocho de la mañana, para atender las tareas del día.
No lo podía aguantar. Hasta que una noche una visita hizo la tertulia larga, me acosté después del noticiario, no lo vi y dormí muy bien, incluso con sueños agradables.
El caso se repitió varios días después. Nada de televisión. Sueño perfecto, y en él aventuras estupendas.
—¡Es la televisión!
Y decidí no volver a verla, porque además de los sanguinarios noticiarios están las desagradables películas y series: ordinarias, ofensivas, de marometas a cargo de tipos desnudos que brincan y mal suspiran en un lecho; lecciones de cómo robar y violar. Bueno, un asco. No hay mecanismo que ponga un alto e instaure el buen gusto. No debe de haber censura en un país culto y desarrollado como el nuestro, pues hagamos la selección nosotros mismos, y la televisión de esa clase deja de existir.
Sólo me permito ver a la semana tres programas que son la excepción de todo lo dicho antes, en las que figura “La dichosa palabra” del canal 22, presentada por cinco personas de una cultura extraordinaria, así como de un buen humor que se contagia. Añado: “Conversando con Cristina Pacheco”, quien siempre nos presenta entrevistas con personajes de categoría y un acierto en sus preguntas que hacen decir al entrevistado verdades muy interesantes. Añado: “Míster Bean”, aunque parezca una niñería, pero es necesario ver algo cómico que nos haga reír. Sus aventuras son limpias y geniales.
La televisión se ha convertido en una mala droga.
Lo poco que sé de estas sustancias dañinas, es que a los drogadictos les parece ir bien mientras se hallan dominados por la droga, y por eso vuelven y vuelven a ella, pero la televisión es una droga que deja mal, muy mal a quien cae como víctima de sus desmanes. Queremos buena educación para México, cultura. Por algo hay que empezar.
GABRIEL PAZ / Escritora.
Correo electrónico: macachi809@hotmail.com