México
Agarrón de potito
Los diputados federales aprobaron ayer una reforma para que el hostigamiento sexual en cualquier Estado del país sea un delito más grave
Ahora sí va a salir caro un agarrón de potito (así le dice uno de los personajes de Los Cuadernos de don Rigoberto al manoseo en el trasero). Los diputados federales aprobaron ayer una reforma para que el hostigamiento sexual en cualquier Estado del país sea un delito más grave.
Antes de la reforma, si el hostigamiento lograba comprobarse, la sanción era de 40 días de salario mínimo, es decir, poco más de dos mil pesos. Francamente, no tenía caso denunciar al jefe (o a la jefa). Si el lascivo (o lasciva) formaba parte de la administración pública, su actuación le costaba el cargo. Ahora, esta conducta costará hasta 14 mil pesos y podrá implicar tres años de prisión.
La medida, dicho sea con franqueza, parece un acto populista, una reacción legislativa a una legítima demanda social. Pero no es una herramienta útil para la política pública, para las actitudes laborales o para el respeto en sociedad. Primero, por la falta de definiciones claras. El hostigamiento es, según el código penal, el asedio reiterado con fines lascivos a persona de cualquier sexo, valiéndose para ello de una posición jerárquica superior.
Ahí está el primer problema, que no es sólo de redacción, sino que obedece a la naturaleza de las relaciones humanas: la verdad es que son chiclosas.
La frontera entre el hostigamiento y la seducción no es tan clara, pues puede leerse con distinta intensidad por cada una de las partes. Una nalgada o un manoseo son evidentes agresiones, pero ¿las miradas lascivas? ¿Cómo se sabe que son lascivas? ¿Porque se van hacia el escote? ¿Y las aparentes cortesías para que una dama suba primero las escaleras? ¿O para que camine adelante? ¿Las invitaciones constantes a salir? ¿Los aventones del jefe a casa? ¿Las solicitudes para trabajar más tarde? ¿Las miradas al potito del subalterno? Para colmo, la ley dice que el hostigamiento sólo se castigará si causa un perjuicio o daño. ¿Pero como más o menos de qué tipo de daño? ¿Miedo, nervios? ¿Cómo se comprueba que hay un daño causado en la autoestima?
Precisamente porque no es fácil comprobarlo, la herramienta se vuelve inútil y prácticamente no se utiliza. Por lo menos en términos de sentencias, aumentar la multa no va a lograr que un mayor número de hombres pague sus actitudes de macho. Puede, si se le da la publicidad adecuada, funcionar como advertencia, eso sí.
Lo que de plano es un despropósito es meter a la cárcel a los hostigadores. No está el país para ello, a la sociedad nunca le ha convenido y el sistema penitenciario de ninguna manera puede ser usado para arreglar conductas indebidas en la esfera de las relaciones personales.
Es un asunto de grados de ofensa social. El hostigamiento debe cesar, debe costar carísimo, debe resarcir a la víctima, debe costar el trabajo y hacer un agujero en la cartera, pero no es igual que el tráfico de armas, penado con tres años de prisión.
Antes de la reforma, si el hostigamiento lograba comprobarse, la sanción era de 40 días de salario mínimo, es decir, poco más de dos mil pesos. Francamente, no tenía caso denunciar al jefe (o a la jefa). Si el lascivo (o lasciva) formaba parte de la administración pública, su actuación le costaba el cargo. Ahora, esta conducta costará hasta 14 mil pesos y podrá implicar tres años de prisión.
La medida, dicho sea con franqueza, parece un acto populista, una reacción legislativa a una legítima demanda social. Pero no es una herramienta útil para la política pública, para las actitudes laborales o para el respeto en sociedad. Primero, por la falta de definiciones claras. El hostigamiento es, según el código penal, el asedio reiterado con fines lascivos a persona de cualquier sexo, valiéndose para ello de una posición jerárquica superior.
Ahí está el primer problema, que no es sólo de redacción, sino que obedece a la naturaleza de las relaciones humanas: la verdad es que son chiclosas.
La frontera entre el hostigamiento y la seducción no es tan clara, pues puede leerse con distinta intensidad por cada una de las partes. Una nalgada o un manoseo son evidentes agresiones, pero ¿las miradas lascivas? ¿Cómo se sabe que son lascivas? ¿Porque se van hacia el escote? ¿Y las aparentes cortesías para que una dama suba primero las escaleras? ¿O para que camine adelante? ¿Las invitaciones constantes a salir? ¿Los aventones del jefe a casa? ¿Las solicitudes para trabajar más tarde? ¿Las miradas al potito del subalterno? Para colmo, la ley dice que el hostigamiento sólo se castigará si causa un perjuicio o daño. ¿Pero como más o menos de qué tipo de daño? ¿Miedo, nervios? ¿Cómo se comprueba que hay un daño causado en la autoestima?
Precisamente porque no es fácil comprobarlo, la herramienta se vuelve inútil y prácticamente no se utiliza. Por lo menos en términos de sentencias, aumentar la multa no va a lograr que un mayor número de hombres pague sus actitudes de macho. Puede, si se le da la publicidad adecuada, funcionar como advertencia, eso sí.
Lo que de plano es un despropósito es meter a la cárcel a los hostigadores. No está el país para ello, a la sociedad nunca le ha convenido y el sistema penitenciario de ninguna manera puede ser usado para arreglar conductas indebidas en la esfera de las relaciones personales.
Es un asunto de grados de ofensa social. El hostigamiento debe cesar, debe costar carísimo, debe resarcir a la víctima, debe costar el trabajo y hacer un agujero en la cartera, pero no es igual que el tráfico de armas, penado con tres años de prisión.