Ideas

¡Ya estuvo suave!

Tal expresión, como muchas otras que solemos utilizar en nuestra jerga cotidiana, aun cuando nunca llegamos a saber de dónde salieron o cuál es su preciso significado, era muy común escucharla en casa, particularmente, cuando el par de mocosos encalillados que por entonces éramos mi hermano y yo, colmábamos la paciencia materna con alguna de nuestras inocentes manifestaciones infantiles, digamos, romper una maceta por andarnos correteando en el patio, tirar el vaso de leche por estar jugando durante el desayuno o pegarle al mantel un jalón que desbarajustaba el cuadro entero de la cena. Nunca entendí por qué, si de todos modos se iban a revolver en el estómago, era tan malo engullirse unos frijoles bañados con chocolate o el pan remojado con vinagre de chiles jalapeños, pero en fin.

Tan tersa advertencia, enunciada con la voz de mi madre elevada a su undécima potencia, significaba que el incidente se había vuelto más que rasposo y que demandaba la aplicación de un severo correctivo, por lo que lo más pertinente era poner pies en polvorosa para mantener nuestras salvas partes a salvo, fuera del alcance de aquella larga cuchara pozolera que se blandía con menos puntería, que ganas de espantar.

¡Ya estuvo suave!, tronaba mi madre, como un efectivo conjuro para restituir el equilibrio perdido con nuestras trapacerías, pero también era el grito de batalla que ponía fin a cualquier circunstancia molesta o adversa sobre la que no valía la pena seguir discutiendo, y hoy, es el mismo rugido que quisiera yo exhalar contra los adictos al tecleo telefónico que me rodean y ya me tienen hasta el cepillo con su distraída conversación en monosílabos o, de plano, con su indiferencia cuando no soy la que aparece en su minúscula pantalla.

No quiero sonar como viejita cascarrabias, inadaptada o enemiga de las maravillosas posibilidades tecnológicas de comunicación que nos concede el presente pero, tanto como me purga que la interlocución en vivo haya perdido vigencia o, peor tantito, caído en desuso, me empacha en grado superlativo ser ignorada a todo color por quien tengo frente a mis narices, o sustituida por la remota presencia de sabrá Dios quién sea pero que es, indiscutiblemente, más importante o interesante que yo.

Tanta dificultad como tengo para vérmelas con más de algún proceso cibernético, la tengo para comprender que, por ejemplo, alguien me invite a tomar un café y, aun antes de acomodarme el consabido beso de saludo en el cachete, haga lo mismo con su celular sobre la mesa y le ponga la mano encima para responder con la inmediatez que le concede al aparatejo. Como diría Pitufo gruñón, odio que tales artilugios figuren junto a los cubiertos dispuestos sobre la mesa familiar y salgan a relucir en cuanto sus dueños degluten el último bocado, y que la otrora entretenida sobremesa se convierta en un ejercicio de muda observación de quienes aplican el tiempo de digestión en atender a sus remitentes, y eventualmente hacen uso de la palabra para compartir el chiste buenísimo que les acaba de llegar, tuiteado o por el Face (ái disculpen los pochismos).

Cuando terminé asumiendo que la insensatez de mantenerse en comunicación, a toda hora y con quien sea, llegó al punto del absurdo compartido, fue cuando me percaté que, en una de las tantas sobremesas familiares, la media docena de afanados que no soltaron el teléfono ni para ir al baño, se hallaban intercambiando mensajes con quienes tenían a dos metros de distancia. Así las cosas, prefiero seguir siendo ignorada en mi casa, viendo la tele o tomando una siesta, en lugar de ocurrir a donde me convidan para no pelarme porque, ora sí, como asentaría mi progenitora, ¡ya estuvo suave!
 

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