Uno tras otro
Con un celebrado puente, que para los escolapios de primaria y secundaria comenzó desde el viernes (por aquello de que fue el último del mes) y se prolongará hasta el martes, arranca el mes más caluroso y fandanguero del año o, por lo menos, el que más motivos da para la holganza institucionalizada. Todo porque, durante el presente año, el festivo Día del Trabajo cayó en feriado natural y con cívica solemnidad demanda ser repuesto a la brevedad para que no pase tan desapercibido.
La segunda semana de mayo no se quedará atrás porque, entre el ensayo del festival con que en las escuelas se honra a las madres mexicanas, más el día de la presentación del mismo y su correspondiente asueto subsiguiente (que será el martes), sobrarán solo tres días para trabajar, antes de que llegue la fecha conmemorativa del profesor, que también caerá en domingo y a los sufridos sindicalizados habrá que recorrerles el merecido descanso para el siguiente lunes y, según me enteré por las oficiosas de la comunicación en el barrio, el tributo correspondiente se les rendirá el siguiente martes con una taquiza que comenzará a media mañana, toda vez que hayan desplazado al alumnado de regreso a su hogar. “Qué de pelos”, soltó con su infantil frescura un hijo de vecina, de cara a tan ociosa y apetecible perspectiva que les habrá ahorrado más de medio mes de clases aburridas y tareas engorrosas.
Pero no puedo disimular que me carcome la envidia porque en mis tiempos de colegiala no tuve tantos puentes ni festivales para glorificar a mamá, y yo que habría comprometido hasta la honra con tal de verme zapateando el “Tilingo lingo”, ondeando la enagua y el abanico con infantil garbo, en un improvisado escenario escolar, me tocó cursar una primaria y secundaria desprovistas de tales fastos a los que, cuando me llegó la hora de ejercer como gestora de mis propios vástagos, les agarré una profana inquina severamente criticada por las amorosas progenitoras con quienes me tocó convivir por esos entonces.
Creo que si hubiera soltado las peores blasfemias contra el sagrado vínculo materno, mis coetáneas no se habrían santiguado ni escandalizado al punto que lo hacían por mi franca antipatía hacia esos rituales costosos, farragosos y enfadosos. Ni que le hubiera lanzado imprecaciones a la mismísima madre Patria les habría hecho más mella que mis honestos pronunciamientos contra lo que, antes que homenaje, considero un abuso contra la festejada quien, desde las vísperas, debe andar en friega consiguiendo peluches, alambrones, satines, terciopelos y sandalias para disfrazar al vástago de oso, conejo o florecita; localizando a una costurera que se haga cargo del operativo y emperifollarse el día del fiestón para irse a parar, bajo el rayo del Sol, en el patio de la escuela.
Nomás porque la libertad de expresión no es un delito, fue que no solicitaron la intervención de una instancia judicial que, tras hacerme saborear un Tehuacán por la nariz, me hiciera jurar que nunca más andaría confesando que, para sentirme justamente agasajada, querría ver a mis hijos todos los días, excepto el 10 de mayo, para tener la libertad de festejarme a mi modo y, además, sin tener que torturarme la conciencia por el insalvable paradero de un mandilito, tres tallas menor a mi sinuosa cintura, o un costurerito que fue perdiendo sus palitos en el trayecto de regreso a casa, porque las hechuras de los hijos eran tan sagradas como el festejo para su desalmada receptora.
Como sea, bienvenido mayo con su insufrible calor y su irremediable carga de fandangos, uno tras otro.