Ideas

Pregones

¡Nopaleees!, ¡tiernitooos!, era el pregón que a media mañana hacía salir corriendo a mi madre para adquirir tan apetecidos vegetales que en tacos completaban la comida del día. Con singular habilidad, la portadora de tan típica vianda y poseedora de la voz chillona con que la anunciaba, bajaba de su cabeza una colorida peribana colmada de nopales cocidos y cortados en tiritas, junto a los que destacaban sendos cerritos de jitomate y cebolla para incluir en el pedido que se completaba con largas ramas de cilantro floreado que cargaba en una bolsa de su impecable delantal.

Se trataba de un ritual que no me podía perder porque, además de incitar mi paladar para engullirme el producto, puso en madrugadora perspectiva el oficio al que me dedicaría, cuando llegara la edad de salir a devengar lo mío. Indiscutiblemente y aunque mi tez, estatura y vestimenta no concordaran con las particularidades de quienes ejercían dicha actividad, yo vendería nopales, así, babositos y cuchareados al tanteo con una pequeña cacerolita de madera.

¡Turroooón jóvenes!, resonaba una estentórea voz que quebraba la calma vespertina en mi vecindario de niña. Y era el mismo que, como conjuro difícil de resistir, me hacía abandonar lo que estuviera haciendo para ir a jalonear la falda y la voluntad maternas, con tal de que su monedero dejara escapar un diez para agenciarme tan suculenta golosina. Salvado ese primer trámite, lo que seguía era salir corriendo a interceptar el raudo paso del hombre que con portentosa habilidad desplegaba la tijera de madera que cargaba sobre un hombro y en ella depositaba el tablón que transportaba sobre el otro, para rebanar de un certero tajo la porción requerida por el cliente en turno.

Pocas imágenes del ayer puedo reproducir con tanta nitidez, como la de aquel hombrón que, como si tuviera cuatro manos, acomodaba su mercancía, cortaba un trozo que colocaba sobre un cuadro de papel de estraza, le rociaba abundante limón con la diestra y la entregaba al tiempo que recababa el monto con la siniestra. Y pocas vivencias repaso con tanta fruición, como mis ojos puestos sobre aquel amasijo color de rosa, del que escurría el juguito ácido que mi lengua voraz rescataba hasta la última gota, aunque ésta ya se me hubiera deslizado hasta el codo. Ciertamente, hasta ahí se acababa el encanto, porque lo subsiguiente era comprometer seriamente los incisivos para cortar aquel amasijo chicloso al que sólo el machete del expendedor le entraba sin dificultad.

¡Botella y fierro viejo que vendaaan!, se dejaba escuchar la solicitud a gritos del curtido individuo que empujaba una desvencijada carretilla, en busca de quien le engrosara la carga a cambio de unos magros centavos. ¡El Soool y el Estooo!, ¡Agua Arco Iriiiis!, ¡Pitayaaas!, eran también algunos de los infaltables pregones que, en las pacíficas tardes de una ciudad sin tanta densidad automovilística, ni la insoportable contaminación melódica de los insensatos que imponen sus pérfidas preferencias al vecindario entero, ni el azote auditivo del moderno perifoneo, formaban parte del entorno urbano.

Pero en la actualidad, el individuo que sepultó a todos los voceadores enunciados y al que difícilmente le encontraría parangón, es aquél que en un concurrido crucero recita, con una singular tonadilla que vuelve su mensaje aún más indescifrable, algo así como:
 
¡Milinfomuroccitevenotaaas! Ahí sí, ni cómo consignar el dato con exactitud.

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