Ideas

Por el mundo, en zancos

Los años de infancia, aunque pocos y definitivos, son tan maravillosos como desasosegados. Si bien en su transcurso la pasamos acumulando propósitos y deseos para el día que los remontemos, también sucede que no vemos la hora en que llegue el momento de hacerlos realidad, aunque eso implique ir sumando años con rumbo a la vetustez.
 
Cuando era niña, no se imaginan con qué vehemencia deseaba llegar a la mayoría de edad, porque eso no sólo me franquearía el acceso a los fascinantes escenarios y conversaciones que de mocosilla me eran vedados, sino porque la independencia para tomar decisiones propias se me antojaba más que una jericalla recién horneada, que ya es decir mucho.
 
Debo admitir que, aunque responsable con mis tareas y aplicada en la escuela, fui una chiquilla impaciente por llegar a la adolescencia para poder aterrizar puras frivolidades de aquéllas que veía ocuparse a mis hermanas, tales como maquillarme, pintarme las uñas, usar medias de nylon o vestidos sin vuelo ni mangas bombachas. Tarde se me hacía remontar el metro y medio de estatura, para que me dejaran leer novelas, ir al cine con mis amigas o escurrirme a la nevería cercana con algún mancebo de buen ver, en vez de pasarme largas tardes tirada de panza, hasta que me dolían los codos y se me irritaban los ojos, de tanto repasar las aventuras del Pato Donald, La pequeña Lulú, Archie y las infaltables Vidas ejemplares. Cuando llegué a los de Memín Pingüín, ya constituyó un significativo avance temático para mi candorosa e impoluta información.
 
Y justo de ahí, de entre aquellos inagotables alteros de cuentos de monitos sustraje mi primero, firme y decidido propósito para la adultez. Llegada la hora de la emancipación del férreo tutelaje materno, al igual que la señora Parachoques, en los cuentos de Lorenzo y Pepita, yo usaría tacones. Sin importar si era de día o de noche, en la calle o en mi casa, aunque anduviera con mandil, yo usaría aquellos pedestres adminículos que colmaban mis mozas fantasías.
 
Con los quince años, y la rumbosa pachanga hasta el amanecer, me llegó la oportunidad de calzarme con unas suelas como de alcayata que, junto con el estilo, perdí en cuanto comprobé que ver el mundo desde la óptica que conceden 15 centímetros adicionales de estatura tiene sus serios inconvenientes, sobre todo, cuando no se ha aprendido ni ejercitado el equilibrio y contoneo indispensables, para no parecer un perico intentando caminar sobre una alfombra. Por otro lado, estaba mi respetable alzada natural que excedía la razonable estatura de los galanes que, por entonces, comenzaron a nutrir mis afectos extra familiares, así que ni siquiera intenté de nuevo probar mi pericia para dominar el difícil arte de andar en zancos.
 
Hoy, después de toda una vida a ras del suelo, y tras ver el azotón que se dio esa despampanante vecina que a diario se la juega cual si fuera una bailarina de ballet andando en puntas, asumo que ni la más rezumada coquetería amerita los tornillos y puntadas que le dieron a la pobre, para remendarle una tibia partida en tres. Lo lamentable es que, cuando pueda calzarse de nuevo sus atrevidos y estrafalarios cacles, éstos habrán pasado irremediablemente de moda.
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