Niño Fidencio y sus inhospitalarios vividores
José Fidencio Constantino Síntora, natural de Irámuco, Guanajuato, falleció de agotamiento en 1938, cuando tenía apenas 40 años. Fue uno de los curanderos más famosos de su tiempo y, claro, era cuestionado por muchos y venerado por una cauda de desamparados enfermos que no tenían más esperanza que su ciencia y sapiencia para sobrevivir.
Murió de agotamiento pues la multitud que iba hasta Espinazo, Nuevo León, a verlo, no le daba tregua ni él era lo suficientemente enérgico para darse una tregua. Desde que había llegado a ese lugar en 1921, decidió que ahí se quedaría porque ahí “se halló”
Entre su temprana orfandad y su miseria había vivido de la ceca a la meca hasta entonces, pero ya no se movió más y ahí está todavía en una austera tumba en un templo recargado de decoración popular a más no poder. Ahí quedó su modesta recámara, y ahí se le venera y no falta quien viva a costillas de su memoria.
Se ha creado una iglesia Fidencista Cristiana, pero su sede está en Monterrey. De sus 600 ministros cada semana va uno a decir misa a Espinazo y un grupo de curanderos lo acompañan para atender por módico precio a la gente que acude en busca de “sanación”. Son los llamados “cajitas” o seguidores de sus terapias. Después de dos horas, desde Monterrey, llegué a Espinazo, N.L. “El pueblo del Niño Fidencio”, dice ahí. Bien pegadito, pero tangencial, hay un Espinazo, Coahuila. Uno es del municipio de Minas y el otro es de Castaños. Antes sólo se podía ir en tren por la vía que va a Monclova y a Laredo: por ahí llegó un día de febrero de 1828 el tren presidencial para que Plutarco Elías intentara curarse —se dice que de lepra—. Lo acompañaban el gobernador Aarón Sáenz y el general Andrew Almazán… suponemos que ellos nomás para quedar bien.
Frente al templo “principal” hay una pileta de agua muy obscura, a pesar de su poca profundidad. Era donde se bañaban algunos enfermos. Creemos que era sulfurosa, porque ésta abunda en esa región. Es áspera en todos sentidos, menos en lo que se refiere a la cordialidad de sus habitantes, quienes están imbuidos de la tradicional cordialidad y hospitalidad norteña. Los de Espinazo también son así.
Sin embargo hay una clara excepción: se trata de un grupo de personajes de mediana edad, que a media mañana gozaban de las frescuras del templo como si la vida no les corriera, con lo cual quedaba claro que su modus vivendi es el templo mismo; es decir, la memoria del Niño Fidencio…
Obviamente no les convenía la visita de quienes en apariencia gozan de cabal salud y, además, uno de ellos armado de la consabida cámara fotográfica. De tal manera que su desagrado lo hicieron sentir con los peores modales.
De regreso encontramos un letrero que nos sonó irónico: “Feliz viaje y deseamos que hallan [sic] encontrado el alivio y la paz que buscaban”.