Ideas

Mesón San Antonio

Sobre la vibrante calle Real de Pátzcuaro, se encuentra el añejo y bizarro Mesón San Antonio.

Luego de mirar la peculiar puerta del campo santo, caminamos rumbo suroeste, y a pocos pasos nos encontramos con un atractivo puente, unas bonitas bancas de canteras a los extremos servían de barbicanas.  Miramos un cordón plateado que formaba el Arroyo Guani entre el follaje de diversas matas, cordón que murmuraba alegría al tocar su lecho rocoso. Un canal nos permitió aproximarnos al costado este del colonial paso, que nos mostró su elaborada bóveda encañada en medio punto. La necesaria obra inició en 1825, dos años después se gozó de su servicio y a la obra se le llamó “Puente de la Salamanca”. Los puentes fueron los elementos que le dieron valor a los caminos, en tiempo, comodidad y economía. Los caminos permitieron que los arrieros y los carreteros transportaran los bienes que demandaban y exportaban las poblaciones, lo que generó progreso. En los caminos reales aledaños a los asentamientos, se fueron construyendo los mesones necesarios.

Teresa Castello refirió: “calle Real hoy llamada de Serratos. Ahí en el número 56 está el mesón del Retoño, en el 17 el del Salvador; el del Carmen en el 22; el del San Antonio en el 33 y el del Ángel, famoso por el labrado de sus puertas, en el número 8… otros eran el Mesón del Gallo en Dr. Coss 20: el del Nogal en San José número 5, el mesón del Socorro en la calle del Títere 14; el de San Cristóbal en Lloreda 21; el de nuestra Señora de la Salud en Portugal 2. El Mesón de la China Poblana en Navarrete 7; el de San José en Ascensión 30 y 15: el de Santa Lucrecia en la calle de Iturbe donde se construyó el Cine Michoacán; el de San Juan de Dios en el número 3 de la calle del mismo nombre; el Mesón de San Francisco cerca de la plazuela Verde, El del Fresno, frente al templo de San Juan de Dios; el del Refugio, donde ahora es el Hotel Ocampo y el de Libertad cerca de la Capilla del Humilladero”. Existió el Mesón de las Monjas, en la primera calle de Portugal.

A corta distancia del puente, fuimos cautivados por una finca de antaño, con ventanas verticales y un amplio zaguán, era el Mesón San Antonio. Subimos la alta banqueta y entramos al zaguán, que liga con la recepción, donde estaban dos amables señoras platicando, eran las regentes del mesón, las acompañaba una bonita imagen de San Antonio. Las saludamos y nos invitaron a mirar el legendario y fantástico mesón. Un pasillo animado por macetas floridas, delimita el precioso jardín, que presume de variadas plantas y, conduce al corredor este, con pilastras dóricas de madera, al igual que el resto del soportal, cubierto por tejas, sobresaliendo algunos tiros de chimenea. El referido portal comunica con el segundo jardín, que refrescan gruesos y frondoso árboles, donde antes se escuchaban rebuznos y relinchos, de los corrales, macheros y caballerizas. El pasillo y los corredores conducen a las románticas y amplias recámaras del agradable mesón.

En el mesón se oía el trajinar de los arrieros al alba, a los burros y a las mulas se les ponía el bozal con soga y tapojo, luego el suadero (sudadero) y la carona, y enseguida el aparejo de vaqueta y relleno de zacate para no lastimar el lomo, que se ajustaba con el cincho, después el fuste de madera, la gorupera, la retranca, el garabato, la gamarra, y finalmente se colocaban los huacales o costales amarrados con reatas. Los morrales llevaban el bastimento, machaca, cuñete, frijoles  y gordas, eran los más gustados. Y los bules con agua. Quedando aparejadas las acémilas, la atajadora encabezaba la recua y atrás, el arreador chasqueaba el látigo o la cuarta, emprendiendo el andar del camino real. Cuando había pasajero se ensillaba la camuca y cuando era un pequeño, el loquito. Los arrieros elegían el mesón que más les convenía, y las remudas aprendían rápido la elección de su compañero, ambos se aquerenciaban del mesón, la atajadora lo tenía reconocido. Las diligencias Wells Fargo llegaban al Hotel Concordia. Cuando el ferrocarril empezó a transportar los productos, la actividad arrieril se limitó a distancias cortas, a llevar productos del campo a los mercados de poblados grandes, o de las estaciones a pueblos retirados, hasta que entraron los camiones. Ramón Rubín nos comenta: “Grandes recuas (les llamaban atajos) de asnos y mulas cargados de ida y vuelta abrían senderos a pezuña desde un extremo a otro del cantón, trayendo desde la costa el cargamento de los barcos… Llenaron una pintoresca época con sus parsimoniosas caravanas en busca de todos los horizontes, precedidas siempre por un muchacho en una yegua con un cencerro, la caponera, que les trazaba la ruta y era el heraldo de su arribo a cada pueblo”.

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