Llorar
Pues yo, lloro.
Ese reduccionismo machista y tonto que dice que los hombres no lloran, o que no deben llorar, en mi caso no aplica. Ni me interesa que aplique de ninguna manera.
Lloro cuando se me da la gana, sin pudor y a veces incluso sin motivos aparentes.
Lloro cuando suena la música que me transporta a otro tiempo.
Lloro cuando recuerdo y el recuerdo se hace tan real que parecería que no es recuerdo sino realidad absoluta.
Lloro cuando el sabor me devuelve un pedazo de mí que yo pensaba que no existía, cuando veo lo frágil que es la vida, cuando parece que todo está perdido, cuando recobro la esperanza, cuando me indigno y también cuando enloquezco de felicidad. Lloro cuando veo este mundo violento y banal, y lloro cuando descubro que hay seres espectaculares que son capaces de darlo todo por otros, aunque sean unos desconocidos.
Lloro porque sé que las lágrimas lavan, purifican, aclaran, logran que veamos más lejos, mejor.
>La última vez, lloré en un avión, leyendo la trágica historia de Marie Curie contada bellamente por Rosa Montero, mientras cuenta también cómo ella misma pierde a su marido por una devastadora enfermedad. El libro se llama “La ridícula idea de no volver a verte” y está editado por Planeta.
Lloré entonces, largo y tendido por empatía con los que sufren.
Una chica junto a mí, me pasó un pañuelo desechable, bastante compungida. Estuve a centímetros de deshacerme en inútiles y vanas explicaciones. Y en cambio, entre el pequeño mar de lágrimas que era, tan sólo atiné a sonreír y agradecerle el gesto.
Y ella, se echó a llorar.
Por otros motivos que ni siquiera quise averiguar. Unos muy propios y en los que no hay que hurgar, porque sé a ciencia cierta que no todos están dispuestos a contarlo.
Lloramos juntos, pues, con descaro.
La azafata, sin decir nada, corrió hacia el final del avión, y muy amablemente puso sobre nuestras mesas de servicio, sendas botellitas de tequila.
Y a la chica y a mí, nos dio un ataque de risa boba.
Y comenzamos a llorar a carcajadas.
Guardo la botellita y ese momento en un cajón, cerca de donde escribo.
Y cada vez que estoy por reprimir las lágrimas, recuerdo nuestro absoluto derecho al llanto.
Porque, deben saber que lloro y no me da vergüenza decirlo.