Ideas

¡Estás loco, papá!

Ese era el título del libro de William Saroyan que papá me dio en la mano cuando cumplí diez años. Libro que se perdiera en alguna mudanza y que no he vuelto a ver nunca en ningún sitio. En él, se narran las aventuras de un padre y un hijo de diez años, en cortas y divertidas viñetas durante su convivencia en Malibú, California, durante los años cincuenta.

Recuerdo que me conmovió una barbaridad, pero también que reí a carcajadas con las ocurrencias del protagonista. Ese libro me marcó y marcó también mi relación con el Jefe Taibo. Era nuestro vínculo secreto.

Hoy me levanté muy temprano y anduve buscando como loco el texto en mi biblioteca, a sabiendas que no lo tengo hace mucho tiempo. Incluso estuve tentado a levantar el teléfono para preguntarle a papá si él lo conservaba.

Pero no están. Ni uno ni el otro.

Papá murió hace ya casi cinco años. Nos pidió que esparciéramos sus cenizas en un rancho donde las gallinas gordas, grandes y libres pudieran picotearlas alegremente. Decía que cuando esto sucediera, cada huevo que pusieran diría en claras letras en su cascarón, la palabra “Taibo”, y así, no se iría del todo. Nos dio permiso incluso de guardar esos huevos en el refrigerador todo el tiempo que quisiéramos.

Lo velamos en su casa, en su comedor, y se abrieron las puertas para que los amigos pudieran despedirse de él.

Se me acercó un periodista y me preguntó qué íbamos a hacer con los restos. Le conté la historia del rancho y las gallinas. Luego, mi hermano Paco dijo que tal vez dejaríamos algunas en el mar, en su natal Gijón; Carlos, el más pequeño, mencionó que otras pocas deberían ser depositadas en Nueva York, ciudad que amaba entrañablemente y donde pasamos tantos buenos momentos. Mamá, desde el otro lado de la casa, rodeada de gente, nos oyó. Y gritó para que el periodista y todos la escucháramos: “¡Que no tenemos tantas cenizas!”

El caso es que no ha sucedido nada de eso. Las cenizas están aquí, en una mesita al lado de donde escribo estas palabras, dentro de un jarrón poblano de talavera. Y el espíritu del jefe ronda por sobre mi hombro revisando la puntuación y la estructura narrativa, mientras se atusa el bigote.

Nadie tiene prisa. Ese acto definitivo es postergado una y otra vez.

Yo planté un olivo en su memoria y está creciendo bellamente en el jardín; recordándome el día en que papá se metió vestido y con zapatos en la tina donde se bañaba su nieta Marina, chapoteando feliz, como un niño.

Lo veo ahora mismo carcajeándose con una película de los hermanos Marx.

Dirigiendo el tráfico, enfundado en una bata roja el día del terremoto del 85.

Perdiendo el coche a cada rato porque le valía absolutamente el modelo, el color, el número de placas.

Escogiendo cuidadosamente en la biblioteca, el libro que debía poner en nuestra mesita de noche para que la aventura siguiera indefinidamente.

Guiándonos con un dedo al aire por las calles de Manhattan mientras todos decíamos “Yes, boss”, sabiendo que nos esperaba el asombro.

Caminando en silencio, gravemente en medio de la manifestación.

Tecleando furiosamente en su vieja máquina.

Quitándose de la camisa las manchas de mole.

Entrando furtivamente a la habitación de sus hijos ya adultos, en plena madrugada, para arroparnos y cerrar la ventana.

Descorchando una botella de champán con un brillo en la mirada.

Aquí siguen las cenizas del Jefe, están a buen recaudo, familia y amigos. Hasta que nos pongamos de acuerdo.

Sigo buscando el libro de Saroyan. ¡Estás loco, papá!

No sabes cuánto lo agradezco.
 

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