Entrevistas ociosas
Aunque algunos confunden las versiones oficiales con la verdad histórica, la única evidencia comprobable es que la historia no es una ciencia con la que estamos muy familiarizados o, al menos, no lo suficiente para evitar que la ignorancia nos exhiba y nos dé tres vueltas, como si estuviéramos jugando al mítico juego del Maratón, en donde nuestro silvestre oscurantismo era representado por una ominosa ficha negra que avanzaba más rápido que los aciertos al responder una sarta de preguntas. Lo peor es que, como buenos fanfarrones, lo que no sabemos pues lo inventamos y recurrimos a toda suerte de argumentos desbalagados para hacer valer lo que afirmamos.
Buena parte de la responsabilidad sobre el desconocimiento de nuestra propia historia, lo achaco sin ambages a los maestros que se hicieron cargo de inducirnos en la disciplina a la que el griego Heródoto de Halicarnaso dedicó su vida y se ganó la progenitura de dicha ciencia porque, al menos en mi rústico caso, se me impuso la historia como un recuento anecdótico cargado de nombres, fechas y lugares, sin ubicarlos en una línea de tiempo o como consecuencia de lo que sucedió previamente. Así las cosas, no fue remoto que en la adolescencia no lograra yo distinguir a Napoleón del Pelacuas, pero también caí a la cuenta de que, en lo sucesivo, ya no podría seguir cargando al costal de mis sufridos mentores el costo de mis ignorancias, sino tratar de redimirlas por cuenta propia.
A la mente se me vino semejante recuento porque, en la más reciente tertulia familiar me vi en la penosa eventualidad de recopilar los comentarios, a cual más de dispersos, sobre lo que se conmemora el 5 de mayo que, para muchos escolares, les completó un puente sin tirantes de cinco días. “Se festeja que es el único puente más largo en todo el año”, respondió con el candor de sus siete años la primera chiquilla a la que pregunté. “No seas mensa, se festeja que ya queda cerca el 10 de mayo y se hace ensayo del festival”, le reprendió con pueril autoridad una prima, apenas un año mayor que la ignorante. “Fue la guerra de Puebla” — acotó el más sabihondo del concilio de menores, quien andaría frisando los once años — y la ganó un soldado con lentecitos”.
A falta de mejores perspectivas para rematar la tarde soleada y enfadosa de domingo, y reconociendo que me dejé ver medio lángara y alevosa con el trío de inocentes entrevistados en primera instancia, me dio por sacar de mi memorioso arcón mis ayeres reporteriles, para darme a la ociosa tarea de recabar el dato entre la parentela que, muy posiblemente, en adelante me segregue de sus rumbosas reuniones por andarlos exhibiendo, pero en honor a la verdad histórica, no podría quedarme callada sin convertirme en cómplice de las burradas que dispensaron a granel, sobre todo las primas emparentadas políticamente con residentes estadounidenses, para quienes el 5 de mayo representa el día mundial de la mexicanidad manifestada en rebozos, mariachis, cuetes, zapateados y garnachas.
Para no seguir ventilando las vergüenzas familiares, pero sin negar que los educadores sigan teniendo responsabilidad sobre nuestros insondables abismos respecto a nuestra historia que, como afirmó alguien que sí se la sabía, si no la conocemos estamos condenados a repetirla, resumiré que la versión más aproximada fue la del concuño que afirmó que, fue una batalla contra los franceses que, motivada por quién sabe qué argüendes, ganó el general Francisco Zaragoza.