Ideas

Engorro cotidiano

Los ojos de la pariente más hacendosa (y ociosa) que tengo se abrieron del tamaño de un plato de los grandes, cual si le hubiera yo confesado que estoy pensando hacerme un planchado permanente en mi añosa faz. Con dificultad le cabía en la cabeza que la mismísima yo, tan esmerada y medianamente dotada para los menesteres culinarios, hubiera de pronto renunciado al celoso deber de elaborar los sagrados alimentos cotidianos con mis propias manecitas.

¿Cómo que no haces de comer?, me interpeló en cuanto me vio llegar a casa cargando dos cajas de hielo seco, conteniendo sendas raciones de comida preparada por una ignota guisandera, en sabrá Dios qué condiciones de higiene y seguramente descuidando el balance nutricional. ¿Y si el arroz había sido frito con manteca?, ¿y qué tal que la carne era de segunda o estaba recalentada?, ¿y quién me podría asegurar que los vegetales de la ensalada habían sido pertinentemente desinfectados y fuera yo a saber con qué tipo de bactericida?, ¿cómo saber si mi  marido estaría conforme con ese tipo de alimentos o andaría promoviendo el divorcio por tan arbitraria medida?

Porque, lo que era su exigente esposo, ni después de este destierro admitiría probar bocado que no emanara de su propia cocina y procesado con las laboriosas y afanadas manos de su mujercita. Qué bueno que nunca le tocó verlo, como yo lo hice dos o tres veces, a media mañana, entrándole a los tacos de barbacoa grasienta, frente a las instalaciones de mi lugar de trabajo, en un puesto muy famoso, y no precisamente por sus salubres condiciones.

El caso es que ni caso le hice y, como lo único que yo traía era un hambre de las que suelen atacarme (con coraje, decía mi mamá), la dejé debatiéndose con sus incógnitas sin despejar. No era momento de aclararle sobre dos o tres mañas que me he agenciado para suavizarme la ajetreada agenda que, aunque pensionada y todo, es hora que no me sacudo de encima, ni creo que mis embates de practicidad los pudiera entender una mujer que no trabaja fuera de casa y en ella cuenta con dos asistentes domésticas y un jardinero de planta, quien le hace también las veces de mandadero.
Tampoco le iba a echar encima mi memorioso recuento de los aciagos días en que, con marido, hijos, agregados y conexos invertía, día tras día, buenas dosis de neuronas para zanjar la sempiterna interrogante sobre qué hacer de comer y otras tantas de tiempo para cocinar los platillos que a unos agradaban y a otros les hacían arriscar las narices porque, además, no siempre estaba el perol para pollos y había que debatirse sesudamente para ajustar los presupuestos.

Hoy, con la complicidad del buen cónyuge que me conseguí, a Dios gracias, mis debates interiores para enfrentar el engorro cotidiano los sigo efectuando, con la salvedad de que ahora los aplico para elegir entre tantas maravillas pre cocidas que abundan en el supermercado, o la cocina económica que me queda a dos cuadras, o el pozole que venden a la vuelta de mi casa, o el pollo a la leña que me queda a la pasada, o los tacos de bistec que me entregan a domicilio. “Uy, no, espetó mi pariente, pues eso no es comida”. Y, entonces ¿qué es?, repelé triunfal y convencida de que no hay por qué seguirse afanando de más, cuando la vida nos concede tan apetecibles treguas.

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