El complejo de inferioridad mexicano
¿Por qué a México se le dificulta triunfar en ciertas actividades, y en los campeonatos mundiales de futbol no podemos pasar de octavos de final? Evitemos buscar en causas externas a nosotros mismos y a nuestra idiosincrasia las razones de nuestros fracasos. No existen ni robos maquinados ni maldiciones divinas. Reconozcámoslo: la causa de nuestros fracasos y derrotas somos nosotros mismos.
La herencia de La Malinche se manifiesta en un colonialismo cultural que nos hace ser en extremo obsequiosos y zalameros (por decir lo menos) ante cualquier mediocre extranjero, al que por el solo hecho de serlo se le considera superior o enviado divino. Da pena ver la actitud reverencial y genuflexa que muchos nacionales tienen en eventos internacionales ante los extranjeros, y la que algunos de la mal llamada “provincia” mexicana también asumen ante los defeños a los que, por su sola oriundez o residencia, también se les considera poseedores de cualidades de las que en realidad carecen.
En el mundo del futbol las cosas no pueden ser diferentes: a una potencia colonialista de antaño o de hogaño los mexicanos no le pueden ganar porque sería como ir en contra de la historia. Los holandeses no nos derrotaron, les entregamos la victoria. Si la Selección mexicana fue incapaz de mantener la ventaja, fue porque no pudo procesar adecuadamente el significado y trascendencia de ganarle a un equipo del primer mundo. El problema no fue de aptitud (que la tuvimos) sino de actitud.
Hace ya 80 años, el ilustre e ignorado gran filósofo mexicano Samuel Ramos, en su libro El perfil del hombre y la cultura en México, aseguraba que “el sentimiento de inferioridad de nuestra raza tiene un origen histórico que debe buscarse en la conquista y colonización”. Empero, sentenciaba: “No se afirma que el mexicano sea inferior, sino que se siente inferior, lo cual es cosa muy distinta”. Para sublimar ese complejo de inferioridad, afirma Ramos, surge el “pelado” (que Octavio Paz plagia como el “pachuco”) que “se consuela con gritar a todo el mundo que ‘tiene muchos huevos y se compara entonces con el hombre civilizado extranjero a partir de su masculinidad o con la creencia de que somos muy hombres” (por eso en los estadios los hinchas o nuevos “pelados” mexicanos le gritan al adversario extranjero “puto”). El “pelado” —nos dice Ramos— ni es muy fuerte ni muy valiente, ya que mientras “mayores son las manifestaciones de su valentía y fuerza, mayor es la debilidad que se quiere cubrir”. El objetivo de Ramos —asegura el filósofo Guillermo Hurtado— “era que el mexicano reconociera su mal, conociera sus orígenes, y entonces pudiera liberarse de esa condición”.
Debemos persuadirnos de que los mexicanos no somos inferiores y que nuestro estado natural no es la derrota. El problema de la Selección mexicana no es deportivo sino cultural. Para revertir este trauma y complejo, propongo que en los siguientes compromisos internacionales de la Selección mexicana los jugadores porten en su camiseta la efigie de Benito Juárez, el único mexicano que nunca se sintió inferior a ningún extranjero (al verlo, los Robbens y Van Persis se harían como los vampiros cuando ven el crucifijo de plata). Cuando eso se haga y los jugadores cambien su actitud en la cancha, la Selección mexicana será ya ganadora, aunque pueda tener algunas derrotas que no sean obsequiosas.