Ideas

Del nobilísimo arte de la ironía

Estoy un poco preocupado. De repente pongo cosas en mi muro de Facebook que parecen indignar de sobremanera a algunos.

A pesar de lo que diga Umberto Eco acerca de los “tontos del pueblo” que han tomado las redes sociales como palestra para despotricar o decir verdades aparentes, simples diatribas o malintencionadas y sesudas reflexiones, sigo creyendo que están, estamos todos, en nuestro absoluto derecho a externar nuestras opiniones para ampliar el abanico de posibilidades.

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Las cosas han dejado de ser en blanco y negro, como las películas de los años cuarenta. Y sin embargo, en algunos dramáticos casos, la virulencia con la que algunos se expresan frente a las opiniones de otros me hace pensar que algo está fallando. >

Y yo me pregunto: ¿qué demonios leyeron? O ¿leyeron entre líneas? o ¿estoy rodeado de especialistas en semiótica que saben más cosas de mí que yo mismo?

Y luego, entre asombrado y triste descubro que ni lo uno, ni lo otro, ni lo otro. >

Simplemente, hay quienes no comparten mi sentido del humor.

Ni lo entienden. >

Ni lo aprecian, por supuesto.

Recomiendo pues, a quienes se sientan directamente aludidos, que sigo respetándolos a ellos y a sus creencias (casi todas sus creencias) y que bien valdría la pena que se tomaran las cosas un poco menos seriamente.

Puedo hacer algo por ellos.

Recomendarles que lean a Quevedo, a Lope de Vega, a Wilde, a Chesterton, a P.G. Wodehouse, a Eduardo Mendoza, por supuesto a Jorge Ibargüengoitia, incluso a Monsiváis, entre otros, para que descubran que en la sátira, la ironía y el sarcasmo no hay dolo.

No me estoy comparando, por supuesto, con ninguno de los anteriores. Sería un sacrilegio.

Lo que no voy a hacer, por ningún motivo, es poner después de cada comentario que yo considero divertido y ellos no, una marquita para advertir que estoy, como aprendiz que soy, ejerciendo mi derecho al nobilísimo arte de la ironía.

Porque es un recurso y un método utilizado desde tiempos inmemoriales para decir sin insultar, para dejar entrever que en lo dicho, se oculta un trozo de realidad y no de apariencia.

Y sobre todo, porque he aprendido, trabajosamente, que antes de poder reírse de los demás, uno tiene que aprender a reírse de sí mismo. Y en ello, ocupo parte de mis esfuerzos.

Habéis sido advertidos.

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