De crespones negros
Como apunta un popular dicho, cuando surgen complicaciones difíciles de enfrentar, “no siempre está el horno para bollos”, y añado yo, ni el ánimo para andarlo campaneando con ironía y hasta cierto humor, en textos amables para compartir con quienes nos hacen el favor de leerlos.
Y si hasta ahora, apreciadísimo lector, me han socorrido con su invaluable atención hacia mis silvestres episodios de la vida cotidiana, en la que todos nos vemos de pronto retratados, tengo la certeza de que también acogerán bondadosamente la confianza que me tomo para confiarles las cuitas que me han convertido lo que va del año en un doloroso recuento de irreparables pérdidas, además de las que ya hemos contado por miles en nuestro país, a causa de una guerra absurda y disparatada.
Por desgracia, en el violento contexto en que vivimos, sé que la muerte ha alcanzado las proximidades familiares y sociales de muchos, y que el relato de algunas más ya no impresionan, pero quizá sí lo hacen cuando se trata de vidas segadas en la plenitud física, profesional, familiar y afectiva, como es el caso de Paty Ibarra y Wendy Grave, dos mujeres guerreras, luchonas, chambeadoras y amorosas que me dispensaron, en diversos ámbitos y momentos de mi ya largo camino por la vida, un caudal de entrañables vivencias que nutrieron significativamente mis afectos con su sola presencia y cercanía.
Como una extraña paradoja, ambas coincidieron durante sus años de juventud universitaria compartiendo salones, amigos, sueños y convivencia en el ITESO, como miembros de la misma generación de egresados en Ciencias de la Comunicación, aunque el plano laboral llevó a la primera a desempeñarse como maestra de niños y adolescentes y, a la segunda, como periodista en diversos medios locales y, posteriormente, como editora de publicaciones especiales para una importante empresa. Y ambas, apenas alcanzados los cuatro decenios de vida, llegaron a su descanso final con unos meses de diferencia, cuando aún acariciaban con optimismo lo mucho por hacer, y dejando en la orfandad a tres pequeños a quienes el presente año marcará su biografía por algo mucho peor que el regreso del PRI al poder.
A Paty le correspondió la bellísima encomienda de convertirme en abuela culeca y consentidora de mi único y amadísimo nieto, a quien guio durante sus primeros años con el sabio instinto de una madre firme y amorosa, lo que la convirtió en un miembro muy apreciado de mi familia. Con Wendy compartí muchas horas de trabajo en la redacción de un periódico, no pocas veces saltando con sus imprevistas y sonoras carcajadas de antología, disfrutando con su desbordada vitalidad y agudeza para el chascarrillo espontáneo y siempre admirando la chispa personal que imprimía a su trabajo profesional y la convivencia en otros escenarios.
Aunque es destino común y la única certeza que tenemos es que en algún momento se nos hará presente, la muerte nunca es bienvenida. Pero cuando ésta alcanza a nuestros seres queridos a destiempo, por motivos tan estúpidos como la violencia irracional de unos, o por una terrible enfermedad que termina aniquilando cualquier posibilidad de seguir en pie, es inadmisible y provoca una dolorosa rebelión como la que hoy traigo anidada en los entresijos y me bloquea cualquier indicio de optimismo. Pero, como dice una canción: “Las obras quedan, la gente se va”, y hoy, Paty y Wendy, confío en que su relevante presencia perdurará en mi mente y corazón, el tiempo necesario para superar su ausencia. Hasta donde estén, con todo mi amor y como acostumbro hacerlo hacia quienes me rodean, les mando mi bendición.