Consignados
Hace unos días tuve una charla con un joven bastante inteligente. No llegamos a ninguna clase de acuerdo pero, al menos, no perdimos el tiempo, porque, al menos para mí, la conversación sirvió para dar pie a una serie de reflexiones que enumeraré a continuación. Pero primero, un poco de contexto. En la práctica, lo que animó la charla fue que mi interlocutor lanzó una serie de juicios terminantes sobre los escritores y el mundo editorial contemporáneos basados, todos, en sus opiniones personales. Supongo que eso hacemos todos, en cierta medida, pero el problema estriba en que si uno lanza acusaciones, necesita que estén respaldadas por pruebas de alguna clase porque, de otro modo, se queda en la mera repetición de consignas y las consignas, como todo lo que se hace al calor de las pasiones, están regidas por las simpatías y antipatías y no por la razón. Como de momento no me interesa el fondo de los planteamientos de mi interlocutor sino su forma, me limitaré a discutir ese punto.
Al estudiar actividades como las letras con una óptica cientificista se ha buscado eludir la subjetividad absoluta y cavar en ellas con mayor profundidad. Lo cual es un empeño sin duda loable: la literatura (que, no lo olvidemos, es apenas una parte menor del mundo editorial a escala planetaria) no puede estar condenada a estudiarse bajo los simples parámetros de la presunta intencionalidad (“¿Qué quiso decirnos el escritor, niños?”), por ejemplo. Sin embargo, este tipo de enfoques esconden una trampa. Y es que hacen defecto de la virtud. Que se estudie algo con rigor teórico no significa que lo que se concluya de ello sea ciencia pura. Las humanidades no pueden ser estudiadas bajo los parámetros del método científico y, por lo tanto, lo que se borde sobre ellas será siempre un acercamiento y jamás, bajo ninguna óptica, verdad absoluta. Las leyes de la gravedad rigen sobre el Universo, pero la deconstrucción, el estructuralismo o la comparatística no son capaces de hacer lo mismo con todos y cada uno de los textos literarios. No sirven para descubrir una verdad científica más allá de toda duda, sino que, en el mejor de los casos, son estímulos para pensar. Las anima un espíritu científico pero no son ciencia pura, como la de Galileo o Einstein. El arte es, lo queremos o no, otra cosa.
Ahora bien, los vericuetos del mundo editorial sí que pueden ser estudiados desde una óptica científica, al menos en lo que toca a lo que pueda ser contado, medido y puesto en números. Hay cifras, hay procedimientos. Hay toda una serie de cosas que pueden inferirse, sí, pero que requieren de una paciente, cuidadosa y objetiva investigación. Como la que haría, por ejemplo, un buen científico o, si le dan tiempo y recursos, un buen periodista. Con pruebas en la mano, puede afirmarse algo. Sin ellas, lo que se hace es, lo repito, lanzar consignas.
Y las consignas pueden sonar muy atractivas pero no dejan de ser opiniones.