Concursos y puritanos
Me parece muy divertido cuando alguien que, por lo general, no tiene nada que ver con la literatura (o que nomás mete los dedos de los pies al agua y los saca porque está fría) se remonta al olimpo y declara que tal o cual asunto, como por ejemplo participar en certámenes literarios, es síntoma de la mediocridad, avaricia o pequeñez de un autor. “¿Imaginan concursando a Kafka, a Dante?”, dicen estos puritanos y entusiastas de la vida ascética y apartada. Y se quedan tan anchos.
¿Qué responderles? Su argumento es autoconcluyente: todo concurso está, en su teoría, viciado de origen, así que no hay contraargumento que valga. Y, bueno, siempre hay unos Juegos Florales corruptos o un Gran Premio entregado a un evidente tarado de los cuales echar mano para demostrar la putrefacción general. “Concursar es una deshonra”: ese es el mensaje.
Es claro que no saben que, por ejemplo, en la Atenas de Pericles se celebraban regularmente certámenes de poesía y dramaturgia, como parte de los festivales religiosos o los que conmemoraban victorias militares. Y que Esquilo y Sófocles, dos de los titanes de la tragedia griega, se disputaban los primeros premios año con año y los partidarios de uno y otro se chiflaban e increpaban en las gradas del teatro. Y que un día Esquilo, harto de ser batido por su competidor, se fue de Atenas a Siracusa, donde se le tributaron grandes honores y nadie puso en duda su primacía… En Atenas, entretanto, había surgido un nuevo rival para los laureles: Eurípides.
¿Eran imparciales los atenienses encargados de juzgar esas obras? No hay modo de saberlo con precisión. ¿Los influían simpatías personales, inclinaciones políticas, conexiones familiares o sentimentales? No es improbable. ¿Eso ha aniquilado las obras de Esquilo, Eurípides o Sófocles y ha condenado a ese olvido de los siglos que los puristas les prometen a los “mercenarios”? ¿Se han olvidado La Orestiada, Los Siete contra Tebas, Edipo Rey, Antígona, Electra, Medea, Ifigenia? Me temo que no. Son obras que han transitado los milenios y que siguen montándose, adaptándose, releyéndose.
La historia clásica (griega y romana) estuvo repleta de certámenes de arte. También la renacentista, que siguió el molde clásico hasta en eso. ¿Algún ejemplo? Uno, curioso: Miguel Ángel Buonarroti le ganó ni más ni menos que a Leonardo da Vinci (la historia dice que hubo un tercer candidato en disputa: Andrea Sansovino) el puesto como escultor de un enorme bloque de mármol almacenado en Florencia y destinado para que se intentara en él una obra maestra. De ese bloque salió el “David”, que debe ser la escultura más famosa del planeta (según los chismes de la época, el despechado Leonardo apoyó la moción de colocar la obra ya terminada bajo un pórtico, mientras que Miguel Ángel quería que estuviera en el centro de la plaza principal de la ciudad).
Se dirá que aquellos eran genios incontrovertibles y los concursantes actuales no. Puede ser. Pero eso no es culpa, desde luego, del concurso.