Ideas
Casa de los once patios
La población de las monjas dominicas en Pátzcuaro fue creciendo, requiriendo más espacio, y optaron por adquirir unas casas vecinas al convento, las comunicaron y en conjunto conformaron 11 fantásticos patios, a la finca se le llamó la “Casa de los once patios”.
Del Sagrario dimos unos cuantos pasos al sur y miramos la legendaria Pila de San Miguel, edificada por Tata Vasco, que presume de una hornacina donde se plasmó al arcángel; de la añeja pila continuamos con la misma dirección y a un corto trecho fuimos atraídos por un hermoso callejón (no existía cuando el espacio era convento) que baja a la calle de José María Cos, apreciamos un pórtico con pilares de madera sobre basas de cantera, le sigue una escalera y a medio tramo está una ventana vertical con cargadero, enseguida vimos un distinguido pórtico de madera con columnas estriadas y capiteles dóricos, el marco de la alta puerta en cantera rosa. En el pórtico una pareja de artesanos vendía sus sombreros de palma (Alfredo Maillefert citó: “Todos se llaman, ellas María y ellos José, desde que Tata Vasco anduvo por estas montañas. Todos traen al mercado lo que Tata Vasco les enseñó a sembrar y a hacer, o lo que ellos sabían hacer y sembrar ya de más antiguo”). Al costado derecho del pórtico, un pasillo sube a otro pórtico. Enfrente de los románticos pórticos, unos grandes arcos en medio punto con elaborada clave, sobre capiteles corintios y columnas estriadas, nos dieron la bienvenida a la Casa de los once patios; subimos entusiasmados tres peldaños para encontrarnos en el primer patio con una pila octagonal y dos corredores en alto, uno de ellos, el que mira al norte, con un mural salpicado de artesanos, maestros y aprendices, dándole forma al barro. Macetas con malvas alegran el espacio.
Teresa Castello Yturbide nos comenta: “Las religiosas fueron obligadas a dispersarse por las leyes de Reforma y el convento fue confiscado. La última religiosa que sobrevivió fue sor Susana, en el mundo Felipa Borja. Las monjas se volvieron a reunir y fueron nuevamente perseguidas en 1932 por orden del general Calles, pero como el pueblo de Pátzacuro las echaba mucho de menos por su solidaridad con los problemas de la comunidad, el convento volvió a resurgir en la calle Serrato, en el mesón del Ángel… hay en el convento 29 religiosas. La más ancianita es sor Beatriz… recuerda a sor María del Rosario… ejemplo de humildad… sor Paz, que platicaba con las plantas… nunca hubo en el convento tan lindas flores, ni más dedicada jardinera. De la estricta Madre Solórzano, maestra de novicias, quien solía comentar que cuando llegaban las aspirantes no sabían ni lavar un cazo; de sor Nati, famosa por su buen sazón, la cual decía que ‘para bien guisar, el secreto era mucho probar’”.
Las primitivas recámaras de las monjas se transformaron en tiendas y talleres artesanales, puesto que la finca es la Casa de las Artesanías de la Región, mejor conocida como la Casa de los once patios. Admiramos el singular baño, con fachada barroca, luego entramos a un encantador patio de tres corredores y dos niveles, dos corredores del primer piso con tres arcos en medio punto por corredor, soportados por capiteles dóricos y columnas redondas. Puertas y ventanas con marcos de cantera se asoman al patio que tiene al centro una pila hexagonal, el verdor lo proporcionan diversas matas. Otro patio nos mostró exquisitos corredores con columnas estriadas, capiteles corintios y arcos en medio punto estriados.
Fuimos admirando las tiendas, cada una con distintas y variadas artesanías tarascas: cestería de Jarácuaro, huipiles de Janitzio, cristos de Ihuatzio, loza de Ichán, muebles de Maravatío, manteles de Comachuén, rebozos de Erongarícuaro, ceñidores de Cheran, morrales de Comachén, cazos de Santa María del Oro, juguetes de madera y jícaras de Pátzcuaro, máscaras de Santa Fe de la Laguna, sarapes de Pichátaro, muñecas de Zirahuen, vestidos de Tócuaro, botellones zoomorfos de Tzintzuntzan, huaraches de Tacámbaro, enredos de Tarécuato, bateas de Tingüindin, cambayas de Uruapan, juguetes de barro vidriado de Zacapu, quechquemitles de Nahuatzen, diablos y diablitos de Ocumicho, deshilados de Opopeo, sombreros de Pamatácuaro, hierro forjado de San Felipe de los Herreros, cántaros de Zináparo, y muchas otras preciosas piezas de otros lugares purépechas.
En uno de los talleres, observamos un telar de mano, un hábil tejedor movía las cárcolas, la lanzadera y apretaba lo tejido, creando una fantástica trama. En otro, miramos, como trozos de madera iban cobrando formas, con las gurbias, la enseñanza, la práctica y la imaginación. Algo similar pasaba con masas de barro.