Amor al cuadrado
Ya para concluir el año, de cuyo nefasto transcurso no quiero acordarme, llegó a mi traqueteada existencia la buenísima nueva de que volveré a ejercer como abuela desde el principio, merced a mi graciosa primogénita que discurrió comenzar a reproducirse, para seguir redondeando su ciclo vital. Y cuando un periplo anual ha marcado la vida familiar con la tragedia, la extorsión, la repentina invalidez y el regreso de los tricolores al poder, una revelación de esta naturaleza cae sobre nuestro agostado ánimo como agua de mayo, que viene a refrescar el deshidratado optimismo.
Más allá del propio estupor por tan venturosa noticia, la llegada de nuevos descendientes a nadie sorprende, que para eso, según mis ancestros, se casaba uno y al asunto de la multiplicación debíamos darle hasta que a la máquina se le derrengaran los goznes. Pero el verdadero pasmo me entró al enterarme de que mi retoña no debutará en el ejercicio de la maternidad con un tierno y rosado molote de carne, sino con una parejita que, sin lugar a dudas le duplicarán la inenarrable bendición que, gracias a la divulgación instantánea y mundial que dispensan las redes sociales, sus parientes y amistades le han anticipado con singular alegría, como si todos hubieran vivido tan gozosa experiencia.
Como abuela bipartita, sólo confío en que mi niña se haya aprendido muy bien la tabla del dos, porque a partir del alumbramiento de Calixto y Timoteo (hipotéticos nombres provisionales para referirme a los nonatos cuyo género aún no develan), y si Pitágoras no andaba errado, los oficios requeridos para atender a los minúsculos demandantes también se le multiplicarán por dos, al punto de que le vuelvan el día de 48 horas activas a cuatro manos.
Si recupero los afanes de mis propios inicios como tronco de una estirpe medio rala, toda vez que yo también tuve solo dos, aunque no al mismo tiempo, todos los románticos parabienes que se expresan en estos casos se me antojan un tanto perversos, porque nadie en su sano juicio desearía ver a una pareja desvelándose al doble y durmiendo la mitad de un sueño de por sí mermado; lavar y esterilizar una docena de biberones, en lugar de seis; alimentar al alimón a dos hambrientos, además de costear doble ración de fórmulas lácteas, pañales, ropa, vitamínicos, vacunas, cereales, papillas y visitas al pediatra, con un sueldo al que no le cae la bendición del doblete. Podrán decir, no sin razón, que soy mujer de mala entraña, porque mi despiadado realismo me lleva a pensar que eso de tener gemelitos suena muy poético y enternecedor, hasta que se traduce en dos cunas, dos portabebés, dos sillas altas para comer, dos carriolas, dos sillas para el auto y todo lo que se les ocurra, elevado al cuadrado.
Aún así y aunque suene a contradicción, lo único que por ahora deseo es sumarme, cuan jolgoriosa puedo ser a mis bien entrados años, al felicísimo evento de completar un trío de nietos, y que dos de ellos lleguen en pareja. Gracias, hija.