Ideas

A carcajada batiente

Son tan pocas las oportunidades que por hoy tenemos de reír, que agradezco hasta el infinito y más allá las coyunturas que me sacan el tapón de algo más que no sea el mal humor. Y más me vale ir haciendo provisión de vivencias hilarantes (una especie de itacate existencial) que me refresquen el regocijo anidado y adormecido en algún resquicio de mi vasta geografía corporal porque, en la decena de meses electoreros que se avecinan, motivos (y declaraciones de políticos) me sobrarán para agriarme el talante y ponerme de malas.
 
Todo fue porque, contraviniendo mi resuelta vocación de erizo solitario y confinado por gusto en el perímetro doméstico, acepté la invitación de abandonarlo, para sumarme a la nutrida audiencia que por esa noche abarrotó un teatro local. Admito que la sola idea de salir de casa, por motivos ajenos a la chamba, me causa un insano repelús que se acentúa ante la eventualidad de vérmelas con largas filas a la espera de ingresar a un recinto o con hordas de prójimos motorizados y en busca de aparcadero.
 
Pero cuando se trata de honrar la efusiva cortesía de quien nos hace el favor de invitarnos, no hay buen pretexto para desairar la gentileza ajena, de modo que despachando la pereza y disponiéndome de buen grado para la ocasión, ocurrí a la presentación de un popular payaso que convirtió sus rutinas televisivas en show, y que congregó a varios centenares de asistentes, entre ellos, la rubicunda dama que, aprovechando que la circunstancia nos puso codo con codo, no dudó en ensartármelo en las costillas más de una vez, para manifestar su contrariedad por las gracejadas de un comediante reconocido por un ingenio mordaz e irreverente, que no encuentra mejor recurso para expresarse que el florido diccionario de la picaresca nacional.
 
La cordialidad que mi inopinada vecina de asiento desplegó desde su arribo, se desvaneció con la primera viga (como enunciaba mi abuela a las “malas palabras”) que soltó el payaso y que atrajo sobre mí el primero de la veintena de sucesivos codazos de indignación que me soltó la susodicha, seguidos de acres comentarios sobre las licencias que el cómico se tomaba para interactuar con un público más que complacido de servirle como referencia. Luego, con sus respectivos codazos, llegaron sus apreciaciones sobre la mala erogación que hizo para atestiguar semejantes desacatos, sobre la permisividad municipal para espectáculos tan indecentes, sobre la dudosa moralidad de quienes gratificaban la obscenidad con sonoras carcajadas y hasta sobre la licenciosa comadre que le recomendó acudir a tan degradante, miserable, vergonzosa e impúdica exhibición del mal gusto.
 
No averigüé qué fue lo que le dijeron que encontraría en el show del comediante de marras, pero sí aproveché el receso en la función para indagar la posibilidad de cambiarme de asiento, para poder desternillarme de risa a mis anchas, sin sentirme en la mira de aquella pudibunda inquisidora que, seguramente, harta de tanta e insoportable cochambre verbal, abandonó a destiempo la butaca, con la adicional perplejidad de ver y deplorar que sus coterráneos seamos capaces de exorcizar la amargura por un rato y soltar la franca carcajada, incitados por una fórmula humorística sin pelos. Allá ella con su acendrada mojigatez y que, junto con diosito, me perdonen ambos, porque hacía buen rato que yo no me reía tanto, y como que buena falta me andaba haciendo.
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